miércoles, 11 de mayo de 2011

Sobre la beatificación de Juan Pablo II

A raíz de la beatificación de Juan Pablo II, me surge una cuestión acerca de los requisitos que Roma exige para que un cristiano sea elevado a los altares.

La ley específica católica para las beatificaciones y canonizaciones dice que se requieren dos procesos, uno de virtudes heroicas y otro por el que se declara probado que Dios ha obrado un milagro por intercesión del fiel que se pretende beatificar. Una vez beatificado, para proceder a la canonización se debe declarar probado un nuevo milagro por intercesión del beato.

Se considera milagro a estos efectos un hecho que no es explicable por causas naturales, y que se atribuye a la intercesión de un siervo de Dios. El milagro debe ser físico: "la práctica ininterrumpida de la Iglesia establece la necesidad de un milagro físico, pues no basta un milagro moral", recordó Benedicto XVI en el Mensaje al prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos.

Es decir, que sólo serán relevantes los milagros que bajo ningún aspecto puedan ser explicables por causas naturales.

La pregunta que me surge inmediatamente es el sentido de los milagros en los Evangelios y por qué son necesarios en la Iglesia para una beatificación o canonización.

En los Evangelios, los milagros son acciones directas de Jesús para expresar con hechos y palabras que el Reino de Dios está presente. Pero curiosamente, la exégesis apuesta por afirmar que los milagros de Jesús no son pruebas para demostrar su divinidad y que sobre todo cumplen los anuncios del Antiguo Testamento.

Es más, en los Evangelios encontramos diferentes tipos de milagros: los exorcismos, las curaciones, los de donación (como la multiplicación de los panes), los de salvamento, o las epifanías. En unos casos estos milagros rompen con las leyes naturales y en otros no. En unos casos son de orden físico y en otros de orden moral o espiritual.

Y sin embargo, la Iglesia exige al Santo que interceda ante Dios con un milagro físico, a pesar de que estos signos en los Evangelios tengan una mayor carga teológica que de realidad sobrenatural, porque se saltan las leyes del curso natural de la historia.

Por otro lado, a través de una lectura de los Evangelios queda bien claro que Jesús le da a esos signos la importancia que tienen dentro de la totalidad de su misión, pero sin extrapolarlos exageradamente. De hecho, Jesús rechaza en varias ocasiones obrar ese tipo de prodigios.

Esto ocurre si es para sacar algún beneficio en su propio provecho. De igual modo se niega a hacer milagros si es para dispensarle del trago amargo de la Cruz. Y por último, se niega a realizar milagros si no encuentra fe suficiente en la gente que se lo pide.

Sin embargo, la Iglesia no tiene recato alguno al exigir a Dios que obre algún milagro por intercesión del cristiano que se quiere beatificar o canonizar.

Si para Jesús los milagros no son más que signos de la manifestación del Reino de Dios y forman parte del todo que configura su misión, ¿por qué la Iglesia le concede una importancia que Jesús mismo desdeña?


La santidad de una persona debería medirse por otros parámetros mucho más evangélicos. De hecho, la santidad de una persona no la otorgan ni los hombres ni la Iglesia, sino sólo Dios que a todos nos ha hecho Santos por el sólo hecho de creer en Él como Señor y Salvador.

Ciertamente, la Santidad es un atributo exclusivo de Dios que Él comunica a todo hombre que desea acogerlo en su vida. Para ser Santos no se requiere mérito alguno, ni virtudes heroicas por parte de los hombres; es un regalo gratuito de Dios. Y como todo don gratuito que procede de Dios, el hombre no es quien para ponerle condiciones, y menos aún la de la exigencia de que obre un milagro.

La Santidad, Dios se la regala a todo el que cree en Él, y no podemos hacer nada para cambiar esto. Porque Dios es Santo, también lo es el hombre por pura gracia suya, o en otras palabras porque Él lo quiere sin más.

El Nuevo Testamento llama Santo a todo cristiano que habiéndose entregado a Dios lo ha hecho también a Jesús el Salvador.

¿Por qué le ponemos condiciones a Dios si ni si quiera el mismo Jesús lo consintió? Hoy deberíamos alegrarnos, no por el nuevo beato Juan Pablo II, sino por la Santidad de Dios que se le ha regalado a todo hombre que ha sabido abrirse al amor de Dios. 

Fausto Antonio Ramírez

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