jueves, 31 de marzo de 2011

El silencio del almendro

A mitad de la primera Aria, “La Ricordanza” de Bellini, Salvador vio cómo se abría la puerta del fondo de la sala. La luz hiriente del hall de entrada se apresuró a colarse en el silencio en el que su voz se deslizaba junto al piano. 

De pronto, la persona que avanzaba por el pasillo central, con un paso impertinente y acelerado, comenzó a cantar al unísono con él y, en algunas notas, mientras entonaba “con quel pianger che rompe la parola”, (con ese llanto que rompe la palabra), con un finísimo piano, improvisó un discanto con el que floreó la melodía principal que salía de su garganta. 

Salvador no quiso parar su interpretación, intuyendo de sobra que se trataba de Madeleine, a quien dejó por cortesía y curiosidad que innovara junto a él el hermoso soneto de Carlo Pepoli, sobre el que Bellini escribió aquella canción. Los pocos espectadores que estaban frente a él se volvieron sorprendidos por la interrupción. 

A Berenguer, que alzó la mirada de su partitura como indicándole si continuaba o no, el tenor le hizo un gesto con la mano para que prosiguiera tocando. De pronto se vio envuelto en una especie de juego infantil que le divertía mucho. 

Alguien ayudó a Mme Limoges a subir al estrado y, mientras se quitaba la gabardina que llevaba cerrada con un cinturón ancho de piel marrón, subió algo más el volumen de su voz, consiguiendo que Salvador se callara y ella terminara la melodía con aquel “morir caro” que en un casi inaudible hilo de voz, dejó que se fuera apagando, alargando la nota, sin respirar -cosa que jamás Salvador había escuchado antes-, más allá de lo que la partitura indicaba, esperando a que el piano resolviera la armonía con el acorde final en el que estaba escrita la obra. 

Como si Salvador fuera un espectro invisible, todos los que presenciaron su espectacular aparición rompieron en un generoso aplauso que terminó de hacerle sombra al tenor y concederle a ella todo el protagonismo que no le correspondía. 

Ciertamente, aquellas pocas notas de la canción fueron de una belleza extraordinaria, tanto fue así que el cantante se tuvo que sumar a la ovación que los presentes le brindaron ante una actuación verdaderamente mágica. Aquel dúo improvisado fue el detonante de una amistad, bien controvertida y convulsa, que en ningún momento les dejó indiferentes. 

Madeleine Limoges no tenía en ese momento rival alguno en la interpretación de la canción alemana y, ella lo sabía. Su arrogancia y exceso de vanidad, descargados de cualquier signo de humildad, le hacían posicionarse como una mujer fría, exigente, distante, e irritante por su celo de perfección. Sus ademanes exquisitos, no sólo en el campo de lo musical, eran bien conocidos en aquel mundo tan peculiar de la farándula. 

Maniática hasta el extremo, no se conformaba con la logística habitual que cada cantante demandaba antes de salir a escena. Su camerino debía estar a una temperatura determinada, con un piano de pared, siempre lacado en negro y de manufactura rusa. Exigía que todas las mañanas hubiera rosas blancas frescas y un pequeño frigorífico con agua mineral en abundancia. 

En el escenario se movía con una soltura fantástica, dominando el espacio como si fuera su propia casa. Desde al alumbrado, pasando por la colocación exacta del piano de cola que la iba a acompañar, hasta el lugar que debía ocupar el tenor con el que iba a cantar las piezas a dúo, todo debía estar perfectamente colocado, dejando poco o ningún margen a la opinión de otros expertos profesionales. 

Sin embargo, fuera del escenario era tan encantadora, tierna, sencilla, sin caer en la vulgaridad, y con un don de gentes embaucador. La sorpresa de Salvador ante aquella primera intervención suya, como de sopetón altanero, no parecía dejar resquicio alguno para una relación más cordial y de compañeros durante los ensayos. 

Ciertamente, en escena no cedía ni un ápice de vanagloria a nadie que compartiera con ella cualquier forma de interpretación musical. Si algo no salía conforme a lo que su voluntad de perfeccionismo le exigía, no tardaba en buscar culpables en el pianista, o el tenor acompañante, o la acústica, o incluso el mismo público. 

En cambio, si el éxito era bien merecido, no dudaba en atribuírselo a ella misma y a nadie más. No soportaba ocupar un segundo puesto ante el público, -la Prima Donna se llamaba Madeleine-, y menos aún compartir el éxito obtenido por la brillantez de su voz con alguien que hubiese cantado junto a ella y, exactamente, aquello fue lo que le sucedió a Salvador. 

       (Extracto del Primer Capítulo de la novela "El silencio del almendro). 


 Fausto Antonio Ramírez

lunes, 28 de marzo de 2011

El dolor aísla

El dolor nos aísla del mundo, nos arrebata al exilio de la soledad y a la falta de comunicación, por ser personal e intransferible. Nadie se puede poner en el lugar del otro. El dolor se padece a solas, sin dar explicaciones que nos puedan poner en la misma tesitura experimental de los demás, por mucho que estos quieran acercarse, física o espiritualmente al que sufre.

En el dolor, el hombre se halla expuesto a sus propias fuerzas y vulnerabilidad, sin más posibilidades que luchar contra él con paliativos y entereza de corazón. Es una batalla a brazo partido con el enemigo que se persona carcomiendo la salud moral y física de la persona.

No se trata de entregarse al dolor con actitud de rendición. Pero, tampoco se trata de resistirse a él como si no fuera una realidad estructural de la condición humana. El dolor tiene un límite, un umbral más allá del cual ya no se puede sufrir más. Los grados del dolor son mensurables, y cuando se ha alcanzado su punto más álgido, de ahí no se pasa.

Ciertamente, el dolor es muy fuerte, pero limitado a los niveles que cada uno puede ofrecer de resistencia. Conocer esto, facilita la asunción de su incómoda estancia en la humanidad de cada cual. Al dolor, así entendido, se le puede convertir en el huésped impertinente y caprichoso, que entra cuando quiere y se marcha cuando menos se lo espera uno.

El dolor no se puede hacer el dueño y señor del centro de la vida del hombre. Aunque intente monopolizarlo por entero, procurando aislarlo del mundo y de los demás, la serenidad que provoca la soledad interior del que lo padece, puede ayudar a colocarlo en su sitio, sin otorgarle ni un ápice de más, del lugar que le corresponde desde su transgresión.

La mal comprendida resignación cristiana ha querido presentarlo como la mediación para alcanzar la virtud. Sin embargo, como la propia palabra dice, Re-Signar es darle otro significado diferente a como su manifestación pretende imponer. La nueva significación del dolor pasa por la comprensión de su limitación, por muy dañina que esta sea.

El dolor tiene un comienzo y un fin, al igual que tiene un límite de intensidad, más allá del cual ya no puede hacer más daño. Al dolor se le puede acoger, aprender a convivir con él, y por último escapar de él. Mientras dura su estancia, el silencio de los demás es obligado.

No se puede sufrir en el lugar del otro, por eso es mejor callar que aturdir con consuelos imposibles lo que no se puede compartir desde fuera. El respeto de aquellos que han sido seccionados temporalmente por algún tipo de sufrimiento, debe ser la actitud del que entiende que la soledad del doliente es una mediación necesaria para superar la prueba del crisol.

Pero, por otro lado, procurar tender puentes con el mundo y los demás, impidiendo que el ostracismo impuesto se apodere del espíritu y de la inteligencia del que sufre, es una buena medicina para no perder el dominio de lo transitorio, aunque aparentemente parezca que se ha convertido en la loca de la casa, y que jamás habrá término para tanta desdicha.

(Extracto de la novela "Después de todo, la eternidad").


Fausto Antonio Ramírez

domingo, 27 de marzo de 2011

Dime de qué libertad presumes

Si hay algo en el ser humano que lo distingue sobremanera de cualquier otro animal, eso es la libertad: libertad de acción, libertad de expresión y libertad de pensamiento. Si se salvaguardan esos tres pilares fundamentales, el hombre es capaz de construirse a sí mismo como persona e individuo autónomo frente a la naturaleza y a cualquiera de sus semejantes.

¿Y frente a Dios? Ante Dios, la libertad adquiere su más elevado sentido, porque se define antropológicamente como el don más preciado que el Creador le ha concedido al hombre cuando lo formó a imagen suya. Sin embargo, aunque todos reivindicamos con uñas y dientes el ejercicio de estos atributos humanos, al mismo tiempo se convierten en las virtudes más molestas y criticadas por parte de los demás.

No soportamos que opinen de nosotros, no nos gusta que nos digan lo que tenemos que hacer, no aceptamos cualquier limitación que se nos imponga al ejercicio de cualquier expresión de nuestra genuina libertad.

Por otra parte, todo el mundo piensa que la libertad del individuo comienza allí donde termina la propia y personal libertad que todos tenemos derecho a ejercitar sin ataduras. Pero, qué difícil es poner esa linde. De hecho la mayoría de los problemas de la sociedad comienzan en esa sutil y delicada frontera del respeto a uno mismo y a los demás.

¿Dónde poner la separación y quién tiene la autoridad para ponerla? Seguramente, la cuestión estriba, antes de nada, en la propia libertad interior del individuo para comprenderse como un ser en sociedad. Antes de preguntarnos por el derecho a ser libre, todos deberíamos comenzar por mirar hacia dentro de nosotros mismos y percibir qué es lo que nos impide ser plenamente libres para desarrollarnos como personas, y si aguantamos lo que el espejo de las entrañas refleja de nosotros, entonces estaremos en disposición de habilitar la llama del crecimiento que luego nos lanzará a la vida compartida con los demás.

Conozco a muchas personas que no hacen más que reivindicar para sí la parcela de sus libertades como individuos y que paradójicamente son los mayores esclavos de sus propios principios y de aquellas cosas que con exagerada artificialidad han ido construyendo a lo largo de su vida.

No pueden pasar sin ver la continuación del culebrón de turno que les hace despachar la comida de mediodía en familia como un vano trámite para alimentarse. No pueden dejar de fumar, o de beber, argumentando que ellos con su vida hacen lo que les da la real gana, sin caer en la cuenta de que son sus propios vicios los que están haciendo de ellos unos esclavos encubiertos de una dictadura enfermiza.

Uno piensa que por militar en tal o cual partido algo les obliga a comulgar con ruedas de molino, porque no se pueden permitir el lujo de disentir de la disciplina de partido, y haciéndose violencia interior defienden hasta lo razonablemente insostenible en cualquier cabeza con dos dedos de frente.

La libertad interior es al final, y al principio, la garantía esencial del ejercicio sano de todas las demás libertades. Por desgracia, la falta de libertad interior es, en la mayoría de los casos, una cadena casi imperceptible que nos tiene bien sujetos por los cuatro costados y que por su manifestación tan discreta, apenas nos damos cuenta de que la llevamos amarrada al cuello como una maroma que nos impide respirar.

El temor al fracaso, la pasión cegadora por el éxito, el dolor del pasado, los conflictos de pareja, o la búsqueda a toda costa del placer, son algunos ejemplos donde la falta de libertad interior se manifiesta a diario. Quizás, si pusiéramos el mismo empeño en liberarnos de nuestras propias ataduras, como el que ponemos en expresar libremente nuestras opiniones, a costa incluso del dolor ajeno que podemos infligir, seríamos mejores hombres, más libres, conviviendo por hacer un mundo más feliz para todos.

(Extracto del libro "A vino nuevo, odres nuevos").

Fausto Antonio Ramírez

viernes, 25 de marzo de 2011

Nuestros mayores se mueren solos

Hace ya un tiempo que me vengo fijando en las noticias que dan los medios de comunicación sobre los hallazgos de cadáveres de personas mayores -viejos, diría yo, que no es una palabra que me repugne como dice un sector amplio de la sociedad que pretende esconder esta realidad natural, como si no formara parte de la misma vida- y cuyos indicios señalan que han muerto en la más absoluta y despreciables de las soledades.

Los hijos no se hablan con sus padres, los padres no se hablan con sus hijos, los hermanos no se hablan entre ellos, y el dolor que se va originando en el corazón de las personas termina por hacer de ellos unos seres individualistas, reservados y amantes del ostracismo hasta límites insospechados.

Las rarezas de los viejos se manifiesta muy a menudo en la falta de comunicación con sus propios vecinos de piso, o del bloque en el que viven. La gente no sabe si quiera quién vive en el cuarto o en el sexto, y las reuniones de comunidad se convierten en pequeñas tertulias para unos pocos interesados en que la cuota mensual no suba más de la cuenta.

Pero, en esos espacios -donde no sólo se deberían tratar los asuntos económicos y de logística, o la conveniencia de instalar el riego automático en los jardines, o contratar más días a la mujer que limpia las escaleras, o fijar la hora más apropiada para depositar la basura en los contenedores que el Ayuntamiento, tan amablemente, ha colocado a las puertas del portal de la casa para el reciclaje de los desperdicios orgánicos y de los que no lo son-, jamás se plantean los temas relacionados con la calidad de vida de los vecinos que comparten unas mismas instalaciones, ni de cuáles son sus necesidades para hacerles la vida más fácil y agradable.

Después vienen las sorpresas, y la policía entra en la vivienda del tercero “B” porque el olor que se desprende por el patio interior es insufrible.

—“La verdad es que hacía ya varias semanas que no veía a la señora de enfrente”, —comenta la vecina del tercero “A” con la que jamás intercambió una sola palabra desde que se mudó al apartamento, salvo el día en que le dijo que cuando friera pescado, hiciera el favor de cerrar la ventana del patio porque los olores se le colaban en el salón.

La policía pregunta al resto de los vecinos por si alguien puede darle algún detalle más sobre la fallecida. Nadie es capaz de decir algo con fundamento, sino que alguna vez habían coincidido con ella en el ascensor, pero que la única palabra que entonces intercambiaron fue un “buenos días y un hasta luego”.

Nadie conocía su nombre de pila, salvo el cartero que cuando llegaba algún paquete pesado de Galicia, donde viven sus tres hijos casados, se lo subía para que no tuviera que cargar con él.

—“¿Y los hijos, solían venir a verla?” —pregunta el policía encargado de hacer el levantamiento del cadáver que lleva más de tres semanas descomponiéndose sobre la alfombra de la salita de estar.

—“Creo que en Nochebuena solían venir todos por aquí, pero para el día de Navidad volvían a desaparecer todos sin dejar rastro hasta el año siguiente”,    —responde la mujer del portero que es la única de todo el edificio que trae y lleva los chismes de la comunidad, pero no por interés solidario, sino por puro cotilleo porque con su marido se aburre en casa.

Después de un rato de pesquisas, el policía encargado de la investigación confirma que la señora María, -como así la conocían en la parroquia- era de comunión diaria y no faltaba ni un solo día para el rezo del rosario. Sin embargo, desde hace tres semanas, cuando su vida se fue con toda la discreción del mundo, sin hacer ruido y sumida en la más punzante soledad, ni el párroco, ni el equipo de acción social, ni los visitadores de enfermos del grupo de Caritas se han dignado llamarla por teléfono o acercarse a su casa para ver si le ocurría algo.

Eso sí, en ese tiempo de ausencia, el párroco no se ha olvidado de dejarle en su buzón el recibo del mes para el pago de la cuota con la que la señora María estaba inscrita para ayudar a las necesidades del templo y al mantenimiento de los sacerdotes.

Ciertamente, el gran mal de nuestro tiempo es la soledad y la falta de comunicación, y ¡qué poco dinero cuesta eso! No hace falta mucha inversión, pero eso ya parece ser que es demasiado.

Si la comunicación estuviera en venta y diera dividendos a finales de año, el problema de la soledad de los mayores estaría solucionado. Propongo ponerle un precio al amor y a todos los demás sentimientos, quizás entonces las cosas serían de otra manera en este mundo que nos hemos montado donde todo tiene un precio y el tiempo no se puede perder en nada que no reporte beneficios.

(Del libro "A vino nuevo, odres nuevos").

Fausto Antonio Ramírez


jueves, 24 de marzo de 2011

La fructuosa

Cinco años habían transcurrido desde que el coronel Solórzano asumió el poder de toda la comarca, tras un golpe de estado cruento y sin parangón, en la larga historia de enfrentamientos y codicias que venían asolando la región desde tiempos inmemoriales.

Después de tres días de luchas, el pueblo de Malpartida de Rozas se rindió a sus pies, deshecho por la descarnada embestida a la que no pudo responder por agotamiento y pérdida de innumerables vidas que se entregaron en delirio oblativo hasta sus últimas consecuencias.

Aterrado y abatido por el hastío de una defensa que acabó en derrota, en Malpartida se impuso un régimen dictatorial que aniquiló de raíz todo viso de libertad y expresión valiente por vivir con el mínimo de dignidad, al que un hombre en este mundo puede aspirar, para no ser comparado con un animal.

No hubo compasión en ningún sentido, y toda iniciativa, del tipo que fuera, fue literalmente disipada por orden y mando del coronel Solórzano que no puso obstáculo alguno a que se acabara con cualquier intento de sublevación y de protesta ante su forma y manera de imponer la ley.

Una ley que él mismo estableció a su propio antojo para beneficio y consuelo, siempre insatisfecho, de su propia persona y de su familia que, junto a él, se erigió en grupo selecto, de derecho divino, dispuesto a ser servido en todo lujo y caprichos por un pueblo humillado hasta el extremo.

Fueron años muy duros para la vida de todos los vecinos de Malpartida. El coronel Solórzano impuso un tributo equiparable con el diezmo eclesiástico de siglos atrás, que todo honrado trabajador debía pagar después de cada cosecha o fruto recogido según la época del año.

Los habitantes de Malpartida de Rozas vivían atemorizados, inmersos en sus trabajos que a penas les llegaban para mantener a sus familias. Si algún año la cosecha era abundante, por decreto de la máxima autoridad del pueblo, se requisaba una cantidad superior al diezmo, dejando de nuevo a las familias bendecidas por la tierra en una situación lastimosa que fue generando odio, desprecio y enemistad hacia la persona del coronel, siempre parapetado tras los muros de su ostentosa vivienda, donde vivía a buen recaudo junto con toda su familia.

En medio de aquella situación de escarnio e injusticia social, despertó un hombre bueno y justo que ante la imposibilidad de enfrentarse con éxito al poder impuesto por parte del coronel, decidió hacerse uña y carne con sus convecinos para poder salir adelante del horrible sometimiento al que a diario estaban expuestos todos.

Se llamaba Ayuso Benarro, y fue uno de los últimos habitantes de Malpartida en instalarse a vivir en el pueblo. De vocación errante, Ayuso había recorrido medio mundo junto a su mujer, Ricina Mortero, de la que estaba profundamente enamorado y quien era para él su razón última de vivir. Hacía más de diez años que se afincaron en una pequeña hacienda a la salida del pueblo, dedicándose a la ganadería y a algunas labores de labranza.

Cuando se impuso la dictadura, parte de sus tierras le fueron arrebatadas y más de la mitad de su ganado se lo quedó el coronel. Sin embargo, con dos vacas, unas cuantas cabras y unas pocas gallinas en el corral contiguo a la vivienda, lograba mantenerse a flote con su mujer y su hijo que aún era un infante.

(Extracto del cuento "La fructuosa" del libro Cuentos para el Alba).

Fausto Antonio Ramírez

miércoles, 23 de marzo de 2011

La historia increíble

Ceniciento Zamarramala llevaba viudo más de seis años cuando conoció, en todos los sentidos del término, a Maruja Casamayor, la hija bastarda de D. Jacinto Sandeogracias -el párroco de Villavieja de Alcaida- que sólo supo de quién era hija el día del bautizo de su primer vástago, que se llamaría como su padre y su madre: Ceniciento María Zamarramala Casamayor.

Aquel día iba a ser memorable en toda la comarca y, por muchos años sin término, de forma particular en el pueblo donde vivían los Zamarramala. Corrían entonces rumores de enfermedad en la casa de Ceniciento, incluso de muerte súbita no contrastada si no hubiera sido porque el mismísimo alcalde, acompañado del médico se personó para comprobar el estado vital y de salud de aquel hombre que desde la muerte de su mujer, en extrañas condiciones, no había vuelto a poner un pie en la calle.

Matilde Gonzaga, vecina y amiga de toda la vida de su difunta mujer -Soberbia Tiramillas-, venía haciéndose cargo de Ceniciento una vez por semana para limpiar la casa, adecentar el aseo y la cocina, fundamentalmente, y dejar algo de comida hecha para los días siguientes hasta su nueva y benevolente visita.

Aquella semana, Matilde tuvo que salir a toda prisa sin rumbo específico y hasta la fecha no se había sabido más de ella. Las malas lenguas atestiguaban, desde una imaginación poco convincente y bastante hedionda, que había sido sorprendida por algunas vecinas del pueblo contiguo, adentrándose en casa de hombres solteros para hacer esas cosas propias de animales en celo, arrastrada en sus pulsiones concupiscentes y tan prohibidas por la Iglesia.

El caso es que de Matilde sólo quedó un triste recuerdo de puta fácil del que todos gozaban hablar en petit comité, desvelando así, tácitamente, la envidia de no haber podido beneficiarse a tiempo de la lujuria que sus cuerpos blanquecinos anhelaban desorbitadamente.

Cuando el alcalde y el doctor entraron en casa de Ceniciento, la puerta estaba cerrada con llave. Por muchos intentos que hicieron de que les abriera el portón de madera, pintado de minio, porque así decía el propietario que se conservaban mejor los tablones que armaban la entrada, no se escuchó ninguna voz desde el interior que les asegurara de que había alguien dentro y de que estaba vivo.

Con mayor insistencia, el alcalde gritó más fuerte por ver si su voz aterciopelada, y para muchos en el pueblo excesivamente femenina, al igual que todas sus maneras y algún que otro rumor jamás comprobado de que por un efebo era capaz de todo, podía arrancar alguna señal que diera pie a pensar de la presencia de Ceniciento. Nada, silencio de muerte y quietud siniestra de cementerio.

Esta vez, el doctor hizo lo mismo, pero haciendo gala de su masculinidad bien administrada, reflejado en su porte hiriente hasta para los menos sensibles y, con un oscuro y grave timbre de voz mugiente que no desdecía entre los ganados de toros y vacas que se sacaban a pastar por los prados de la zona, alzó de nuevo la voz esperando una respuesta más esperanzadora. Tampoco se oyó señal alguna de que Ceniciento permaneciese en el interior de su humilde morada. Ciertamente que humilde sí que lo era, hasta que se casó con Maruja Casamayor que se dejó la vida y algo más, en adecentar esa casucha que disponía de un pedazo de terreno por la parte de atrás y algo por delante, a modo de porche, para tomar el fresco en las calurosas noches de agosto.

(Extracto del cuento "La historia increíble" del libro Cuentos para el Alba).





Fausto Antonio Ramírez

martes, 22 de marzo de 2011

Los orígenes de Ismael

La adolescencia fue la época más convulsa de mi vida. Como todos los chicos de mi edad, mis únicos pensamientos se dirigían al sexo, empujado instintivamente por un ansia irreprimible de aparearme, como culmen de una excitada y lujuriosa forma de ver la vida, de la que no era capaz de desasirme voluntariamente.

No sabía lo que era el amor, a no ser por las demostraciones explícitas de mi madre y algún que otro afecto, —pero sólo de higos a brevas—, que le arrancaba a mi padre, por lo pesado que me ponía cuando estaba junto a él. De igual modo, en los albores de la pubertad, nunca sentí la necesidad ni las ganas de amar a ninguna chica.

Lo único que me importaba, y por lo que entonces hubiera dado la vida, era por yacer junto a alguna de aquellas hembras excitadas que no tenían ningún tipo de pudor en insinuar, bajo su ropa, la voluptuosidad de sus pechos y curvas que ya empezaban a tomar las formas redondeadas y turgentes de las mujeres adultas.

Aquel espectáculo para los sentidos, aderezado con un despliegue alocado y sin control de testosterona, me hacía babear como a un estúpido, yendo tras ellas como un animal primario con deseos de saciar los impulsos que enajenaban mi voluntad y cualquier otro sentimiento noble con el que hubiera preferido hacer gala ante la presencia femenina.

El primer rechazo, hiriente y falto de toda misericordia, marcó un antes y un después en mi forma de entender a las mujeres y de relacionarme con ellas. Entonces, me prometí a mí mismo que ya no cedería nunca más a las cadenas del placer por el placer, desgajado de todo sentimiento amoroso y cariñoso, más cercano a lo que yo entendía que debía ser una amistad duradera, sincera, y en verdad.

Realmente, no me creía uno de esos tipos que tienen un extraordinario sex apple capaz de hacer temblar a cualquier mujer que se le cruce por delante. En otras palabras, me consideraba un chico normal, de los del montón, pero quizás con mejor corazón que otros muchos de esos tíos que van por ahí seduciendo y exhibiendo musculatura, creyéndose los amos del mundo.

Sabía de sobra que lo que “Natura non dat, Salamanca non prestat”, y por mucho ejercicio o gimnasio al que pretendiera apuntarme, había cosas que no se cambiaban, por eso decidí asumirlo desde un principio, antes que seguir esperando la transformación que nunca llegaría.

Mi nombre es Ismael Bernaldo de Quirós y procedo de una noble familia, de abolengo y cuna, que mi padre lleva con orgullo, como si fuera el último descendiente de la pata del Cid. Tenemos un título familiar que procede de no sé qué siglo, y cuyo heredero es mi padre que, tras su muerte debería pasar a mí, que soy su único descendiente.

Él es duque de Marossa, y si la historia no me engaña, mis ascendientes proceden de Italia, pero yo nunca he estado allí. Alguna vez debería ir a conocer la cuna de mis antepasados, más por darle gusto a mi padre que por otra cosa, aunque en realidad, a mí estas cosas no me inspiran la menor devoción. Quizás sea mi madre la que más presuma de honores y apellidos, pero por darle en las narices a sus amistades de toda la vida que siempre han sufrido de envidia por haberse casado con un duque.

Mi decisión de mantenerme en castidad no se acoplaba del todo a la forma de pensar de mi padre, ya que lo que yo viví en el seno de mi casa, estaba muy lejos de mis principios de limpieza de espíritu sobre los que pretendía construir mi vida, tras los primeros y repetidos fracasos por hacerle el amor a una chica en mi adolescencia.

En aquel entonces, imaginaba que si las necesidades, tanto en los varones como en las mujeres, por retozar sobre un mismo lecho, nos eran comunes, no tendría problema alguno en hacerlo con la primera que se pusiera a tiro con la misma intención.

Sin embargo, la experiencia del rechazo, y la humillación del fracaso, acompañados de la frustración por no haber podido dar rienda suelta al deseo de alcanzar el clímax, me llevaron a encerrarme en mí mismo, cultivando un espíritu fuerte y espartano.

(Del primer capítulo de la novela "Después de todo, la eternidad)



Fausto Antonio Ramírez

domingo, 20 de marzo de 2011

Gouttes de pluie



Soy lo que fui


Soy lo que fui,
intangible ironía de la suerte.
Un destino descubierto,
a la zaga del presente.

Satisfecho de mí mismo,
velador de eternas desventuras.
Embriagado por el culmen de un acierto,
soldado invicto sin armadura.

Terreno amamantado
por las horas de los años,
siempre atento al Misterio,
abiertas llevo mis manos.

Soy lo que fui
siendo profeta de injusticias,
de la malicia humana envenenado,
la redención libera mis inmundicias.

Como el yunque junto a la fragua,
del martillo el golpe aflige,
dolido sin estar hundido,
mantengo mi espada al ristre.

Vino joven de esperanza,
de aromas a roble de crianza,
bebo en sollozos de amargura,
contemplando la novedad que me asegura.

Sazona la parte redimida,
que el doliente ofrece digna.
Recoge el fruto ya maduro
que la vida nos designa.

Son días generosos,
de ataduras desancladas.
En velas desplegadas,
surco nuevos rumbos,
en compañía enamorada.


Fausto Antonio Ramírez



La selva masculina de Ismael

En nuestra sociedad, el varón sabe de sexo mucho menos de lo que parece. Y bien lo sabe Ismael Bernardo de Quirós, el personaje de la novela Después de todo, la eternidad, de Fausto Antonio Ramírez (Málaga, 1965), cuando dice: En otras palabras, me consideraba un chico normal, de los del montón, pero quizás con mejor corazón que otros muchos de esos tíos que van por ahí seduciendo y exhibiendo musculatura, creyéndose los amos del mundo. 

En esta frase, el autor nos introduce en la debilidad que mucho hombre padece (y calla) en la adolescencia. Sentirse normal por creerse dueño de un corazón noble es la ley de inferioridad con la que mucho varón baja la cabeza ante las hembras más deseadas. Y pronto aprende (el varón) que sus deseos saben ganar batallas en territorios donde siempre pierde la ética.

En Después de todo, la eternidad, Fausto Antonio Ramírez nos revela, con pulso de artesano, muchos de los prejuicios que invaden la sexualidad del hombre. También se podría decir que Ramírez desmonta la pared masculina y nos invita a transitar un espacio (la selva social) donde razón y deseo no comparten la misma cama. 

Lo que de joven Ismael descubre al abrir la puerta de la habitación de sus padres: Aquella era la primera vez que veía en vivo y en directo cómo los adultos se las arreglaban para fornicar. La imagen de mi padre desnudo sobre aquella mujer, de la que nunca más volví a saber nada, me venía constantemente a la cabeza. Era como si fuese transportado a una edad primitiva, donde la animalidad no sabía de pudores ni vergüenzas. De lo que no tenía ninguna duda, era que la búsqueda del placer sexual no tenía fronteras ni balizas, ni sabía de moral o principios para poder ser retenida, no era la rabia inmediata que le empujaba a despreciar al padre traidor (de una madre aparentemente inocente), sino el vértigo a lo desconocido. ¿Acaso no será Ismael el padre de un futuro abismo?

Fausto Antonio Ramírez asume un tema difícil por los resultados a los que se exponía. Socialmente se considera débil sólo lo femenino; por lo tanto, nunca será tarea fácil dibujar la fragilidad amatoria (y sexual) del varón desde la perspectiva de un narrador que cuenta su aprendizaje involuntario, en primera persona, desnudo, sin otro guía que no sea su instinto animal. Y será mucho lo que tendrá que construir, pero también lo que habrá que dinamitar. 

Después de todo, la eternidad es un espejo de esa otra masculinidad, la inocente, la que cada uno de nosotros le esconde al mundo por ser demasiado bella para ser vendida como fuerte. Fausto Antonio Ramírez, cual arquitecto de proyectos complejos, sale airoso de su reto de dibujar, con sangre, el universo de la selva masculina (del Prólogo de la novela "Después de todo, la eternidad").

Edgar Borges

sábado, 19 de marzo de 2011

Automne



Respiro tus colores 

Respiro tus colores 
de esmalte sobre cobre, 
de sombras emergentes 
al pincel lento que las mece. 

Hirientes en sangre diluida, 
los matices me sobrevienen. 

Cariz de hechizos invocados, 
la voz apagada despierta como el llanto. 
Evocación de mil leyendas ancestrales, 
los conjuros entonan el gemido de la muerte. 

Salvajes son las tinturas 
de la paleta enamorada. 
Diversidad para los gustos 
y elección por fin hallada. 

Siempre al acecho de tus miedos, 
los recuerdos son patentes, 
necesidad de cobardes 
y salvación para creyentes. 

Fugaz de velo efímero, 
tu figura se desvanece, 
pero el lienzo reproduce 
lo que al alma le conviene. 

Un retrato de tristeza, 
y dos vuelos de azucenas. 
Demasiadas sensaciones 
que el esmalte aún conserva. 

De repente un golpe seco, 
la palabra es tu figura, 
y el pincel que se desliza, 
marca el ritmo de mi vida. 

Son reflejos de mis ojos 
lo que grabo en aguafuerte, 
pasión y dolor van de la mano, 
en el hueco vaciado. 

Llénalo de presencia humanizada, 
viértelo sobre el lecho de mi amada, 
derramando a borbotones, 
la vida nueva germinada.

Fausto Antonio Ramírez 

jueves, 17 de marzo de 2011

HIROKO



No será menos un desierto 

No será menos un desierto 
que el silencio de una ausencia. 
Del olvido encerrado, 
la ignorancia es su dueña. 

Sin su voz respira muda  
la presencia siempre quieta. 
Como el humo sube etérea, 
donde el cielo se despierta. 

Los recuerdos son imágenes 
de los símbolos creados, 
engaños sin reparos 
que terminan olvidados. 

Recoger el viejo néctar 
que los dioses entregaron, 
y llevar la dulce mezcla,
al delirio que inventamos. 

No será menos un sueño 
que la sombra de un errante, 
siempre en búsqueda del arcano 
que a tropiezos va triunfante. 

Sin cadenas en las manos, 
la libertad no tiene herrajes, 
como dista de este mundo 
volar lejos sin anclajes. 

En tentáculos prisionero, 
la memoria me encadena, 
siempre alerta de tu canto, 
y de Ulises las sirenas. 

Curiosa pericia la del destino 
que en engaños me mantiene, 
a sabiendas de que mientes, 
cínico me entrego, 
porque ahora puedo verte.

Fausto Antonio Ramírez 

En la eternidad



Extractos de la novela publicada en Editorial Manuscritos, "Después de todo, la eternidad".

Después de todo, la eternidad




“Después de todo, la eternidad” es mi última novela. En ella se narra la historia de Ismael, un joven que experimenta la sexualidad como un arma de doble filo. Por un lado siente que el dominio de sus pulsiones le permitirá acceder a la experiencia del amor auténtico, centrándose en la fidelidad casta y espartana con la mujer de la que piensa estar enamorado.

Si embargo, la irrupción en su vida de una joven que materializa en su cuerpo los encantos de la seducción, provocará en Ismael que todos sus principios se desmoronen. Una batalla a brazo partido entre la pasión, y la voluntad de desligar el sexo de los sentimientos amorosos, será su peor caballo de batalla. Habiendo perdido el rumbo de su vida, con los años terminará casándose, pero sin encontrar el lugar específico para ser feliz.

La frustración a la que le lleva su matrimonio le empuja a aventurarse en la búsqueda del placer fácil, donde cree poder encontrar el amor verdadero. Sin embargo, un hecho dramático se convertirá en el crisol necesario para retomar el rumbo perdido de su vida. La experiencia del dolor, llevada hasta sus últimas consecuencias, permitirá la conversión definitiva de su corazón.

“Después de todo, la eternidad” está a la venta en la principales librerías del país, o a través de la web de la editorial: http://www.editorialmanuscritos.com/

Compañero del alba




 El acceso a la información forma parte de la rutina de cualquier hombre que esté inmerso en el mundo moderno. Este potencial que posibilita la unión de pueblos, ciudades y países en tiempo real, ha venido acompañado de muchas de las más dramáticas consecuencias que están minando la interioridad del ser humano, como son la pérdida de profundidad en la reflexión, las prisas por acapararlo todo en el menor tiempo posible y, por supuesto, la falta de silencio que es la clave esencial para comprender la superficialidad a la que nos hemos acostumbrado a vivir.

La cultura moderna nos tiene demasiado acostumbrados a la comunicación verbal, escrita u oral, marginando por desgracia el lenguaje callado de los símbolos, de los gestos y las miradas. Sin silencio, exterior e interior, no es posible el encuentro sincero, veraz y valiente con uno mismo y, sin eso, la vida nos resbala por la piel como la lluvia torrencial que moja pero no empapa la tierra, y no hace sino provocar estragos irreparables para el hombre y la propia naturaleza. 

En el silencio, la palabra puede ser pronunciada con autoridad, y escuchada con serenidad. El silencio es el lenguaje de los grandes maestros de todos los tiempos de la espiritualidad universal, y necesitamos que vuelva a recuperar el lugar que le hemos arrebatado para reemplazarlo por el flujo inmisericorde de palabras vacías, y a menudo mal sonantes, que no han hecho sino embotar el espíritu del hombre interior. 

En cada silencio existe una manifestación de la verdad que nos rompe por dentro, posibilitando que surja la secreta humanidad que configura la autenticidad de cada persona. Saber callarse a tiempo es cosa de hombres libres, que no temen a la verdad, porque las palabras disfrazan engaños y mentiras artificiales. Por esta razón, las únicas palabras que merecen existir son aquellas que pueden superar en calidad y expresión al propio silencio. 

A cada palabra que voy escribiendo, no voy dejando de preguntarme, si ese término o esa frase son mejores que el propio silencio que las tenía ocultas hasta entonces. Y, si es así, entonces las escribo y les doy forma, porque no pueden permanecer calladas. En estos escritos que a partir de hoy vamos a compartir, voy a plantar mi tienda junto a ti, amigo lector, para mirar con ojos de cantor los detalles pequeños que configuran el inmenso escenario del universo de la imaginación y de la fantasía. 

Decía Juan Rulfo que "todo escritor que crea, es un mentiroso; la literatura es mentira, pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación". A todo peregrino de la vida que se pase por aquí le ofrezco el pan y la sal y le invito a que se siente conmigo a mirar la vida y a conversar a corazón abierto, abriendo el libro de la sabiduría, que como manantial de agua fresca nos lleve lejos a océanos inciertos de profundidades inabarcables, donde late el corazón del misterio que permite que nos unamos sin balizas ni cerrojos. 

Prefiero decir que soy un peregrino a afirmar que soy un vagabundo. El vagabundo no tiene meta ni destino; el peregrino sabe de dónde viene y a dónde va. El camino del peregrino es mediación para purificarse y dejarse transformar durante la marcha, antes de alcanzar su meta. No me gusta caminar solo, por eso te invito a que vengas conmigo y juntos lleguemos tan lejos a como la fraternidad y la complicidad de estas páginas nos lo permitan. 

Fausto Antonio Ramírez