miércoles, 23 de noviembre de 2011

Cuando Roma Calla




“Cuando Roma Calla” es un thriller policíaco que se adentra en las entrañas de la Iglesia Católica, donde sale a relucir una oscura trama de financiación ilegal, y de abusos a menores que durante años ha estado operando al margen de la ley, pero con el consentimiento y complicidad de altos cargos de la Curia Romana.

A raíz de la aparición de un antiguo Guarda Suizo, a quien se creía muerto tras el asesinato de un Cardenal, se empieza a investigar a la Fraternità della Croce, una organización secreta a la que pertenecen varios eclesiásticos implicados en una red de ocultación de capitales. Al descubrirse el cadáver mutilado de un sacerdote que intentaba poner al descubierto las cuentas secretas de la Santa Sede, Gina Cavallo, miembro de la policía italiana, se hace cargo de la investigación.

Al mismo tiempo, en un monasterio cartujo de Florencia, lleva semanas reunida una comisión de investigación, tras hallarse una serie de documentos muy comprometedores con relación a la financiación ilegal y al blanqueo de capitales por parte de la Banca Vaticana. Cuando todo está a punto de ser descubierto, en la Cartuja ocurre un hecho sin precedentes. A partir de ahí, las dos líneas de investigación se unen, con intención de poner al descubierto a los responsables de esos delitos.


miércoles, 11 de mayo de 2011

Sobre la beatificación de Juan Pablo II

A raíz de la beatificación de Juan Pablo II, me surge una cuestión acerca de los requisitos que Roma exige para que un cristiano sea elevado a los altares.

La ley específica católica para las beatificaciones y canonizaciones dice que se requieren dos procesos, uno de virtudes heroicas y otro por el que se declara probado que Dios ha obrado un milagro por intercesión del fiel que se pretende beatificar. Una vez beatificado, para proceder a la canonización se debe declarar probado un nuevo milagro por intercesión del beato.

Se considera milagro a estos efectos un hecho que no es explicable por causas naturales, y que se atribuye a la intercesión de un siervo de Dios. El milagro debe ser físico: "la práctica ininterrumpida de la Iglesia establece la necesidad de un milagro físico, pues no basta un milagro moral", recordó Benedicto XVI en el Mensaje al prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos.

Es decir, que sólo serán relevantes los milagros que bajo ningún aspecto puedan ser explicables por causas naturales.

La pregunta que me surge inmediatamente es el sentido de los milagros en los Evangelios y por qué son necesarios en la Iglesia para una beatificación o canonización.

En los Evangelios, los milagros son acciones directas de Jesús para expresar con hechos y palabras que el Reino de Dios está presente. Pero curiosamente, la exégesis apuesta por afirmar que los milagros de Jesús no son pruebas para demostrar su divinidad y que sobre todo cumplen los anuncios del Antiguo Testamento.

Es más, en los Evangelios encontramos diferentes tipos de milagros: los exorcismos, las curaciones, los de donación (como la multiplicación de los panes), los de salvamento, o las epifanías. En unos casos estos milagros rompen con las leyes naturales y en otros no. En unos casos son de orden físico y en otros de orden moral o espiritual.

Y sin embargo, la Iglesia exige al Santo que interceda ante Dios con un milagro físico, a pesar de que estos signos en los Evangelios tengan una mayor carga teológica que de realidad sobrenatural, porque se saltan las leyes del curso natural de la historia.

Por otro lado, a través de una lectura de los Evangelios queda bien claro que Jesús le da a esos signos la importancia que tienen dentro de la totalidad de su misión, pero sin extrapolarlos exageradamente. De hecho, Jesús rechaza en varias ocasiones obrar ese tipo de prodigios.

Esto ocurre si es para sacar algún beneficio en su propio provecho. De igual modo se niega a hacer milagros si es para dispensarle del trago amargo de la Cruz. Y por último, se niega a realizar milagros si no encuentra fe suficiente en la gente que se lo pide.

Sin embargo, la Iglesia no tiene recato alguno al exigir a Dios que obre algún milagro por intercesión del cristiano que se quiere beatificar o canonizar.

Si para Jesús los milagros no son más que signos de la manifestación del Reino de Dios y forman parte del todo que configura su misión, ¿por qué la Iglesia le concede una importancia que Jesús mismo desdeña?


La santidad de una persona debería medirse por otros parámetros mucho más evangélicos. De hecho, la santidad de una persona no la otorgan ni los hombres ni la Iglesia, sino sólo Dios que a todos nos ha hecho Santos por el sólo hecho de creer en Él como Señor y Salvador.

Ciertamente, la Santidad es un atributo exclusivo de Dios que Él comunica a todo hombre que desea acogerlo en su vida. Para ser Santos no se requiere mérito alguno, ni virtudes heroicas por parte de los hombres; es un regalo gratuito de Dios. Y como todo don gratuito que procede de Dios, el hombre no es quien para ponerle condiciones, y menos aún la de la exigencia de que obre un milagro.

La Santidad, Dios se la regala a todo el que cree en Él, y no podemos hacer nada para cambiar esto. Porque Dios es Santo, también lo es el hombre por pura gracia suya, o en otras palabras porque Él lo quiere sin más.

El Nuevo Testamento llama Santo a todo cristiano que habiéndose entregado a Dios lo ha hecho también a Jesús el Salvador.

¿Por qué le ponemos condiciones a Dios si ni si quiera el mismo Jesús lo consintió? Hoy deberíamos alegrarnos, no por el nuevo beato Juan Pablo II, sino por la Santidad de Dios que se le ha regalado a todo hombre que ha sabido abrirse al amor de Dios. 

Fausto Antonio Ramírez

jueves, 28 de abril de 2011

La historia increíble

Las plañideras de Villavieja y unas cuantas más que vinieron de los pueblos vecinos acompañaron en todo momento con jipíos y desgarros guturales un terrible tránsito que dejaba a toda la vecindad sin resuello ni explicación ante su misteriosa desaparición.

En su tumba colocaron una lápida que fue tallada a toda prisa por Carmelo Ruzafa y que por mismísimo encargo del alcalde y dictado del señor cura, grabó la siguiente inscripción sacada del primer Isaías: "Oír, oiréis, pero no entenderéis; mirar, miraréis, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y sus ojos han cerrado".

La ceremonia del entierro se celebró entre sollozos disimulados y lágrimas de cocodrilo, que con una exagerada puesta en escena, propia de la mejor tragedia griega, las mujeres del pueblo, alentadas por aquellas plañideras mercenarias, dieron el mejor espectáculo que hasta el momento jamás se había visto en Villavieja de Alcaida, si no se tenía en cuenta el drama lapidario a la que años atrás fue expuesta la madre de Maruja Casamayor cuando se supo de su alumbramiento a escondidas, fruto de la relación mantenida con el todavía párroco del pueblo, quien supo disculparse acusando a su barragana de ser el mismísimo diablo tentador que so capa de cordero inocente supo arrancarle de sus piadosos votos de castidad perpetua.

Nadie podía dar crédito a lo inusual de aquel entierro que, tras una fingida pátina de lobreguez y amargura, despidió a su convecino sin prueba alguna concluyente en torno a su desaparición.

A partir de entonces los rumores sobre su vida empezaron a correr de boca en boca como fuego que se junta con la estopa. El ingenio para unos, y el diablo que sopla para otros, fueron argumentos de fuerza mayor para inventar una historia increíble acerca de su vida, su muerte y, en algunas mentes, sobre su actual paradero.

(Extracto del cuento "La historia increíble", del libro Cuentos para el Alba).

Fausto Antonio Ramírez

miércoles, 20 de abril de 2011

Cuando Dios se calla







El camino de la fe atraviesa con frecuencia períodos de prueba durísimos de los que siempre se sale fortalecido y transformado, algo así a como le ocurrió a Jacob la noche que luchó con el ángel de Dios a orillas del Yabboq.

A Dios, todo hombre tiene el derecho de reclamarle una palabra de consuelo, una palabra personal que sea capaz de sostener la actividad y la vida de fe de cualquier creyente, especialmente en los momentos más duros de la vida, cuando la tentación del abandono ronda como una espina punzante el corazón del orante y se empieza a perder el sentido de vivir la exigencia del Evangelio.

Durante la oscuridad del silencio de Dios, el creyente se mantiene a la espera, atento siempre a una palabra que no parece querer hacerse elocuente. Ni se percibe, ni se siente el calor de la cercanía de Dios por el que se ha dejado todo para seguirle sin condiciones.

Que Dios se calle parece algo insensato y hasta cruel por su parte, pero cuando a pesar de su ausencia uno se mantiene fiel en la oración, al final el orante llega a percibir esa palabra tan anhelada dirigida a él personalmente y acompañada de un exquisito consuelo como premio a la fidelidad durante la prueba purificadora.

Entonces se tiene la confirmación de que esa palabra procede de Dios, porque viene acompañada de una profunda paz interior, de mucho consuelo y alegría serena que son los signos del Espíritu con los que se le regala al creyente la aseveración de que el silencio era querido por Dios, en la espera de la total purificación y transformación del hombre que buscaba su rostro glorioso.

Se trata de una lucha espiritual que enfrenta al hombre con el Misterio de Dios. En el camino de la oración no faltan ni los obstáculos exteriores, ni las dificultades interiores, pero el verdadero orante no se desanima nunca. Por eso, la oración es como un camino que adquiere muchas veces la fisonomía de una verdadera lucha.

Se trata de un combate misterioso pero fecundo, porque la confianza en el amor de Dios es la raíz más profunda de la experiencia de la oración. La lucha del orante encierra muchas cosas al mismo tiempo, pero ante todo es la expresión simbólica de una Presencia que se percibe en la oscuridad.

La oración es el lugar en el que la fe asume esta contradicción. El Dios que habla es también el Dios que se calla. La oración consiste en escuchar lo que Dios nos dice en su silencio. En esta terrible lucha, la palabra vendrá sólo al final, después de una larga noche.

Dios no se revela necesariamente en la elocuencia, sino que ordinariamente se hace presente en un silencio que es percibido en lo callado del silencio de la noche de la fe. La superación de este momento, aparentemente terrible, ocurre cuando el creyente se encuentra con el Dios que salva, aunque sea a través del enfrentamiento. Es como si su silencio se volviera fecundo y necesario para la fe.

Entonces, el creyente descubre la novedad del Misterio que en ningún momento ha dejado de estar presente.

Fausto Antonio Ramírez 

martes, 12 de abril de 2011

Cuando la venganza se transforma en misericordia

A nuestro alrededor vemos personas que tienen comportamientos extraños, un modo de vida que objetivamente está fuera de las normas comunes: una vecina que se prostituye, un primo que acaba de ingresar en prisión, o un hijo que se droga.

En estos casos, tenemos en seguida la impresión de que toda la vida, toda la historia de la persona se resume en lo que no nos gusta de ella. Ya deja de ser un familiar, o un primo, o nuestro padre, para ser “aquel que está en la cárcel”. A la menor ocasión, ante el mínimo conflicto ya sabemos la reacción de la gente: “de ese, qué se podía esperar”.

Existen otras situaciones, más corrientes, en las que reaccionamos de la misma manera. Eso ocurre cuando podemos reprender a alguien por algún aspecto de su conducta. “Ese bebe más de la cuenta, aquel está divorciado, aquellos dos son homosexuales y viven juntos…”. Los que han pasado por estas pruebas, saben bien que en pocos días se pueden perder a los amigos, que las invitaciones se anulan, y se instala el vacío alrededor de nosotros.

Todo esto se fundamenta en los mismos mecanismos: creemos conocer a las personas cuando las hemos podido encasillar en lo que han hecho o en lo que hacen. Y sin embargo, ¿qué sabemos nosotros de lo que han hecho? ¿Qué sabemos del porqué de su comportamiento? ¿Qué podemos imaginarnos de los sufrimientos por los que han tenido que pasar?

Cuando se comete una falta, se pueden experimentar dos clases de sentimientos que no debemos confundir: la vergüenza y la culpabilidad.

La culpabilidad es el sentimiento por haber cometido una falta moral, por haber actuado "fuera de la ley" moral. Uno se siente culpable de haber hecho lo que no se puede hacer. La culpabilidad exige una referencia a otro, diferente de uno mismo, pero sobre todo, a la ley moral: la referencia de lo que está bien o está mal. Uno se siente culpable ante las expectativas de los demás, o por no haber sabido hacer lo que ellos esperaban de nosotros.

La culpabilidad se sitúa pues a un nivel moral, pero la vergüenza a un nivel menos elevado. La culpabilidad exige una referencia a la ley, a lo que está bien o está mal para todo el mundo; la vergüenza se construye sobre lo que yo considero como un bien para mí, o como un mal para mí o para mi imagen. La culpabilidad es cosa del otro; la vergüenza sólo me concierne a mí.

La misericordia nos lleva a hacernos, casi físicamente cargo del corazón del prójimo. Se trata de compartir la alegría y la felicidad, para sentir con el otro su dolor y su sufrimiento. Éste es el camino para el perdón, ésta es la única puerta hacia el amor.

Existen situaciones en las que hablar de perdón parece extraño: ¿Cómo se puede perdonar a aquel que acaba de cometer un crimen? ¿Cómo se puede perdonar al cónyuge que acaba de romper su compromiso de fidelidad?

Cuando alguien comete una falta que nos hace sufrir, no estamos dispuestos a perdonarle y consideramos una traición cualquier propuesta de comprensión. En esos momentos uno tiene ganas de decir: “no quiero saber nada de él”. Intentar comprender sería acercarse a aquel que me ha hecho daño, sería como empezar de nuevo.


Fausto Antonio Ramírez

lunes, 4 de abril de 2011

Enfance




No son los hijos de los hombres

No son los hijos de los hombres,
los que silencian tus salidas.
No son los hijos que no tuvimos,
los que olvidan tu partida.

No son las palabras entredichas,
las que ahogan tus pensamientos.
No son los gritos enmudecidos,
los que acallan tu entendimiento.

No son las noches negras,
las que atormentan tus ilusiones.
No son los huecos oscurecidos,
los que recogen tus pretensiones.

No son las dagas afiladas,
las que te cortan el aliento.
No son mis miradas encendidas,
las que revientan tus movimientos.

Son las lágrimas derramadas,
al amparo de tu suerte,
las que limpian tus tristezas,
que por amor,
a mí me matan, lentamente.

Fausto Antonio Ramírez

jueves, 31 de marzo de 2011

El silencio del almendro

A mitad de la primera Aria, “La Ricordanza” de Bellini, Salvador vio cómo se abría la puerta del fondo de la sala. La luz hiriente del hall de entrada se apresuró a colarse en el silencio en el que su voz se deslizaba junto al piano. 

De pronto, la persona que avanzaba por el pasillo central, con un paso impertinente y acelerado, comenzó a cantar al unísono con él y, en algunas notas, mientras entonaba “con quel pianger che rompe la parola”, (con ese llanto que rompe la palabra), con un finísimo piano, improvisó un discanto con el que floreó la melodía principal que salía de su garganta. 

Salvador no quiso parar su interpretación, intuyendo de sobra que se trataba de Madeleine, a quien dejó por cortesía y curiosidad que innovara junto a él el hermoso soneto de Carlo Pepoli, sobre el que Bellini escribió aquella canción. Los pocos espectadores que estaban frente a él se volvieron sorprendidos por la interrupción. 

A Berenguer, que alzó la mirada de su partitura como indicándole si continuaba o no, el tenor le hizo un gesto con la mano para que prosiguiera tocando. De pronto se vio envuelto en una especie de juego infantil que le divertía mucho. 

Alguien ayudó a Mme Limoges a subir al estrado y, mientras se quitaba la gabardina que llevaba cerrada con un cinturón ancho de piel marrón, subió algo más el volumen de su voz, consiguiendo que Salvador se callara y ella terminara la melodía con aquel “morir caro” que en un casi inaudible hilo de voz, dejó que se fuera apagando, alargando la nota, sin respirar -cosa que jamás Salvador había escuchado antes-, más allá de lo que la partitura indicaba, esperando a que el piano resolviera la armonía con el acorde final en el que estaba escrita la obra. 

Como si Salvador fuera un espectro invisible, todos los que presenciaron su espectacular aparición rompieron en un generoso aplauso que terminó de hacerle sombra al tenor y concederle a ella todo el protagonismo que no le correspondía. 

Ciertamente, aquellas pocas notas de la canción fueron de una belleza extraordinaria, tanto fue así que el cantante se tuvo que sumar a la ovación que los presentes le brindaron ante una actuación verdaderamente mágica. Aquel dúo improvisado fue el detonante de una amistad, bien controvertida y convulsa, que en ningún momento les dejó indiferentes. 

Madeleine Limoges no tenía en ese momento rival alguno en la interpretación de la canción alemana y, ella lo sabía. Su arrogancia y exceso de vanidad, descargados de cualquier signo de humildad, le hacían posicionarse como una mujer fría, exigente, distante, e irritante por su celo de perfección. Sus ademanes exquisitos, no sólo en el campo de lo musical, eran bien conocidos en aquel mundo tan peculiar de la farándula. 

Maniática hasta el extremo, no se conformaba con la logística habitual que cada cantante demandaba antes de salir a escena. Su camerino debía estar a una temperatura determinada, con un piano de pared, siempre lacado en negro y de manufactura rusa. Exigía que todas las mañanas hubiera rosas blancas frescas y un pequeño frigorífico con agua mineral en abundancia. 

En el escenario se movía con una soltura fantástica, dominando el espacio como si fuera su propia casa. Desde al alumbrado, pasando por la colocación exacta del piano de cola que la iba a acompañar, hasta el lugar que debía ocupar el tenor con el que iba a cantar las piezas a dúo, todo debía estar perfectamente colocado, dejando poco o ningún margen a la opinión de otros expertos profesionales. 

Sin embargo, fuera del escenario era tan encantadora, tierna, sencilla, sin caer en la vulgaridad, y con un don de gentes embaucador. La sorpresa de Salvador ante aquella primera intervención suya, como de sopetón altanero, no parecía dejar resquicio alguno para una relación más cordial y de compañeros durante los ensayos. 

Ciertamente, en escena no cedía ni un ápice de vanagloria a nadie que compartiera con ella cualquier forma de interpretación musical. Si algo no salía conforme a lo que su voluntad de perfeccionismo le exigía, no tardaba en buscar culpables en el pianista, o el tenor acompañante, o la acústica, o incluso el mismo público. 

En cambio, si el éxito era bien merecido, no dudaba en atribuírselo a ella misma y a nadie más. No soportaba ocupar un segundo puesto ante el público, -la Prima Donna se llamaba Madeleine-, y menos aún compartir el éxito obtenido por la brillantez de su voz con alguien que hubiese cantado junto a ella y, exactamente, aquello fue lo que le sucedió a Salvador. 

       (Extracto del Primer Capítulo de la novela "El silencio del almendro). 


 Fausto Antonio Ramírez

lunes, 28 de marzo de 2011

El dolor aísla

El dolor nos aísla del mundo, nos arrebata al exilio de la soledad y a la falta de comunicación, por ser personal e intransferible. Nadie se puede poner en el lugar del otro. El dolor se padece a solas, sin dar explicaciones que nos puedan poner en la misma tesitura experimental de los demás, por mucho que estos quieran acercarse, física o espiritualmente al que sufre.

En el dolor, el hombre se halla expuesto a sus propias fuerzas y vulnerabilidad, sin más posibilidades que luchar contra él con paliativos y entereza de corazón. Es una batalla a brazo partido con el enemigo que se persona carcomiendo la salud moral y física de la persona.

No se trata de entregarse al dolor con actitud de rendición. Pero, tampoco se trata de resistirse a él como si no fuera una realidad estructural de la condición humana. El dolor tiene un límite, un umbral más allá del cual ya no se puede sufrir más. Los grados del dolor son mensurables, y cuando se ha alcanzado su punto más álgido, de ahí no se pasa.

Ciertamente, el dolor es muy fuerte, pero limitado a los niveles que cada uno puede ofrecer de resistencia. Conocer esto, facilita la asunción de su incómoda estancia en la humanidad de cada cual. Al dolor, así entendido, se le puede convertir en el huésped impertinente y caprichoso, que entra cuando quiere y se marcha cuando menos se lo espera uno.

El dolor no se puede hacer el dueño y señor del centro de la vida del hombre. Aunque intente monopolizarlo por entero, procurando aislarlo del mundo y de los demás, la serenidad que provoca la soledad interior del que lo padece, puede ayudar a colocarlo en su sitio, sin otorgarle ni un ápice de más, del lugar que le corresponde desde su transgresión.

La mal comprendida resignación cristiana ha querido presentarlo como la mediación para alcanzar la virtud. Sin embargo, como la propia palabra dice, Re-Signar es darle otro significado diferente a como su manifestación pretende imponer. La nueva significación del dolor pasa por la comprensión de su limitación, por muy dañina que esta sea.

El dolor tiene un comienzo y un fin, al igual que tiene un límite de intensidad, más allá del cual ya no puede hacer más daño. Al dolor se le puede acoger, aprender a convivir con él, y por último escapar de él. Mientras dura su estancia, el silencio de los demás es obligado.

No se puede sufrir en el lugar del otro, por eso es mejor callar que aturdir con consuelos imposibles lo que no se puede compartir desde fuera. El respeto de aquellos que han sido seccionados temporalmente por algún tipo de sufrimiento, debe ser la actitud del que entiende que la soledad del doliente es una mediación necesaria para superar la prueba del crisol.

Pero, por otro lado, procurar tender puentes con el mundo y los demás, impidiendo que el ostracismo impuesto se apodere del espíritu y de la inteligencia del que sufre, es una buena medicina para no perder el dominio de lo transitorio, aunque aparentemente parezca que se ha convertido en la loca de la casa, y que jamás habrá término para tanta desdicha.

(Extracto de la novela "Después de todo, la eternidad").


Fausto Antonio Ramírez

domingo, 27 de marzo de 2011

Dime de qué libertad presumes

Si hay algo en el ser humano que lo distingue sobremanera de cualquier otro animal, eso es la libertad: libertad de acción, libertad de expresión y libertad de pensamiento. Si se salvaguardan esos tres pilares fundamentales, el hombre es capaz de construirse a sí mismo como persona e individuo autónomo frente a la naturaleza y a cualquiera de sus semejantes.

¿Y frente a Dios? Ante Dios, la libertad adquiere su más elevado sentido, porque se define antropológicamente como el don más preciado que el Creador le ha concedido al hombre cuando lo formó a imagen suya. Sin embargo, aunque todos reivindicamos con uñas y dientes el ejercicio de estos atributos humanos, al mismo tiempo se convierten en las virtudes más molestas y criticadas por parte de los demás.

No soportamos que opinen de nosotros, no nos gusta que nos digan lo que tenemos que hacer, no aceptamos cualquier limitación que se nos imponga al ejercicio de cualquier expresión de nuestra genuina libertad.

Por otra parte, todo el mundo piensa que la libertad del individuo comienza allí donde termina la propia y personal libertad que todos tenemos derecho a ejercitar sin ataduras. Pero, qué difícil es poner esa linde. De hecho la mayoría de los problemas de la sociedad comienzan en esa sutil y delicada frontera del respeto a uno mismo y a los demás.

¿Dónde poner la separación y quién tiene la autoridad para ponerla? Seguramente, la cuestión estriba, antes de nada, en la propia libertad interior del individuo para comprenderse como un ser en sociedad. Antes de preguntarnos por el derecho a ser libre, todos deberíamos comenzar por mirar hacia dentro de nosotros mismos y percibir qué es lo que nos impide ser plenamente libres para desarrollarnos como personas, y si aguantamos lo que el espejo de las entrañas refleja de nosotros, entonces estaremos en disposición de habilitar la llama del crecimiento que luego nos lanzará a la vida compartida con los demás.

Conozco a muchas personas que no hacen más que reivindicar para sí la parcela de sus libertades como individuos y que paradójicamente son los mayores esclavos de sus propios principios y de aquellas cosas que con exagerada artificialidad han ido construyendo a lo largo de su vida.

No pueden pasar sin ver la continuación del culebrón de turno que les hace despachar la comida de mediodía en familia como un vano trámite para alimentarse. No pueden dejar de fumar, o de beber, argumentando que ellos con su vida hacen lo que les da la real gana, sin caer en la cuenta de que son sus propios vicios los que están haciendo de ellos unos esclavos encubiertos de una dictadura enfermiza.

Uno piensa que por militar en tal o cual partido algo les obliga a comulgar con ruedas de molino, porque no se pueden permitir el lujo de disentir de la disciplina de partido, y haciéndose violencia interior defienden hasta lo razonablemente insostenible en cualquier cabeza con dos dedos de frente.

La libertad interior es al final, y al principio, la garantía esencial del ejercicio sano de todas las demás libertades. Por desgracia, la falta de libertad interior es, en la mayoría de los casos, una cadena casi imperceptible que nos tiene bien sujetos por los cuatro costados y que por su manifestación tan discreta, apenas nos damos cuenta de que la llevamos amarrada al cuello como una maroma que nos impide respirar.

El temor al fracaso, la pasión cegadora por el éxito, el dolor del pasado, los conflictos de pareja, o la búsqueda a toda costa del placer, son algunos ejemplos donde la falta de libertad interior se manifiesta a diario. Quizás, si pusiéramos el mismo empeño en liberarnos de nuestras propias ataduras, como el que ponemos en expresar libremente nuestras opiniones, a costa incluso del dolor ajeno que podemos infligir, seríamos mejores hombres, más libres, conviviendo por hacer un mundo más feliz para todos.

(Extracto del libro "A vino nuevo, odres nuevos").

Fausto Antonio Ramírez

viernes, 25 de marzo de 2011

Nuestros mayores se mueren solos

Hace ya un tiempo que me vengo fijando en las noticias que dan los medios de comunicación sobre los hallazgos de cadáveres de personas mayores -viejos, diría yo, que no es una palabra que me repugne como dice un sector amplio de la sociedad que pretende esconder esta realidad natural, como si no formara parte de la misma vida- y cuyos indicios señalan que han muerto en la más absoluta y despreciables de las soledades.

Los hijos no se hablan con sus padres, los padres no se hablan con sus hijos, los hermanos no se hablan entre ellos, y el dolor que se va originando en el corazón de las personas termina por hacer de ellos unos seres individualistas, reservados y amantes del ostracismo hasta límites insospechados.

Las rarezas de los viejos se manifiesta muy a menudo en la falta de comunicación con sus propios vecinos de piso, o del bloque en el que viven. La gente no sabe si quiera quién vive en el cuarto o en el sexto, y las reuniones de comunidad se convierten en pequeñas tertulias para unos pocos interesados en que la cuota mensual no suba más de la cuenta.

Pero, en esos espacios -donde no sólo se deberían tratar los asuntos económicos y de logística, o la conveniencia de instalar el riego automático en los jardines, o contratar más días a la mujer que limpia las escaleras, o fijar la hora más apropiada para depositar la basura en los contenedores que el Ayuntamiento, tan amablemente, ha colocado a las puertas del portal de la casa para el reciclaje de los desperdicios orgánicos y de los que no lo son-, jamás se plantean los temas relacionados con la calidad de vida de los vecinos que comparten unas mismas instalaciones, ni de cuáles son sus necesidades para hacerles la vida más fácil y agradable.

Después vienen las sorpresas, y la policía entra en la vivienda del tercero “B” porque el olor que se desprende por el patio interior es insufrible.

—“La verdad es que hacía ya varias semanas que no veía a la señora de enfrente”, —comenta la vecina del tercero “A” con la que jamás intercambió una sola palabra desde que se mudó al apartamento, salvo el día en que le dijo que cuando friera pescado, hiciera el favor de cerrar la ventana del patio porque los olores se le colaban en el salón.

La policía pregunta al resto de los vecinos por si alguien puede darle algún detalle más sobre la fallecida. Nadie es capaz de decir algo con fundamento, sino que alguna vez habían coincidido con ella en el ascensor, pero que la única palabra que entonces intercambiaron fue un “buenos días y un hasta luego”.

Nadie conocía su nombre de pila, salvo el cartero que cuando llegaba algún paquete pesado de Galicia, donde viven sus tres hijos casados, se lo subía para que no tuviera que cargar con él.

—“¿Y los hijos, solían venir a verla?” —pregunta el policía encargado de hacer el levantamiento del cadáver que lleva más de tres semanas descomponiéndose sobre la alfombra de la salita de estar.

—“Creo que en Nochebuena solían venir todos por aquí, pero para el día de Navidad volvían a desaparecer todos sin dejar rastro hasta el año siguiente”,    —responde la mujer del portero que es la única de todo el edificio que trae y lleva los chismes de la comunidad, pero no por interés solidario, sino por puro cotilleo porque con su marido se aburre en casa.

Después de un rato de pesquisas, el policía encargado de la investigación confirma que la señora María, -como así la conocían en la parroquia- era de comunión diaria y no faltaba ni un solo día para el rezo del rosario. Sin embargo, desde hace tres semanas, cuando su vida se fue con toda la discreción del mundo, sin hacer ruido y sumida en la más punzante soledad, ni el párroco, ni el equipo de acción social, ni los visitadores de enfermos del grupo de Caritas se han dignado llamarla por teléfono o acercarse a su casa para ver si le ocurría algo.

Eso sí, en ese tiempo de ausencia, el párroco no se ha olvidado de dejarle en su buzón el recibo del mes para el pago de la cuota con la que la señora María estaba inscrita para ayudar a las necesidades del templo y al mantenimiento de los sacerdotes.

Ciertamente, el gran mal de nuestro tiempo es la soledad y la falta de comunicación, y ¡qué poco dinero cuesta eso! No hace falta mucha inversión, pero eso ya parece ser que es demasiado.

Si la comunicación estuviera en venta y diera dividendos a finales de año, el problema de la soledad de los mayores estaría solucionado. Propongo ponerle un precio al amor y a todos los demás sentimientos, quizás entonces las cosas serían de otra manera en este mundo que nos hemos montado donde todo tiene un precio y el tiempo no se puede perder en nada que no reporte beneficios.

(Del libro "A vino nuevo, odres nuevos").

Fausto Antonio Ramírez


jueves, 24 de marzo de 2011

La fructuosa

Cinco años habían transcurrido desde que el coronel Solórzano asumió el poder de toda la comarca, tras un golpe de estado cruento y sin parangón, en la larga historia de enfrentamientos y codicias que venían asolando la región desde tiempos inmemoriales.

Después de tres días de luchas, el pueblo de Malpartida de Rozas se rindió a sus pies, deshecho por la descarnada embestida a la que no pudo responder por agotamiento y pérdida de innumerables vidas que se entregaron en delirio oblativo hasta sus últimas consecuencias.

Aterrado y abatido por el hastío de una defensa que acabó en derrota, en Malpartida se impuso un régimen dictatorial que aniquiló de raíz todo viso de libertad y expresión valiente por vivir con el mínimo de dignidad, al que un hombre en este mundo puede aspirar, para no ser comparado con un animal.

No hubo compasión en ningún sentido, y toda iniciativa, del tipo que fuera, fue literalmente disipada por orden y mando del coronel Solórzano que no puso obstáculo alguno a que se acabara con cualquier intento de sublevación y de protesta ante su forma y manera de imponer la ley.

Una ley que él mismo estableció a su propio antojo para beneficio y consuelo, siempre insatisfecho, de su propia persona y de su familia que, junto a él, se erigió en grupo selecto, de derecho divino, dispuesto a ser servido en todo lujo y caprichos por un pueblo humillado hasta el extremo.

Fueron años muy duros para la vida de todos los vecinos de Malpartida. El coronel Solórzano impuso un tributo equiparable con el diezmo eclesiástico de siglos atrás, que todo honrado trabajador debía pagar después de cada cosecha o fruto recogido según la época del año.

Los habitantes de Malpartida de Rozas vivían atemorizados, inmersos en sus trabajos que a penas les llegaban para mantener a sus familias. Si algún año la cosecha era abundante, por decreto de la máxima autoridad del pueblo, se requisaba una cantidad superior al diezmo, dejando de nuevo a las familias bendecidas por la tierra en una situación lastimosa que fue generando odio, desprecio y enemistad hacia la persona del coronel, siempre parapetado tras los muros de su ostentosa vivienda, donde vivía a buen recaudo junto con toda su familia.

En medio de aquella situación de escarnio e injusticia social, despertó un hombre bueno y justo que ante la imposibilidad de enfrentarse con éxito al poder impuesto por parte del coronel, decidió hacerse uña y carne con sus convecinos para poder salir adelante del horrible sometimiento al que a diario estaban expuestos todos.

Se llamaba Ayuso Benarro, y fue uno de los últimos habitantes de Malpartida en instalarse a vivir en el pueblo. De vocación errante, Ayuso había recorrido medio mundo junto a su mujer, Ricina Mortero, de la que estaba profundamente enamorado y quien era para él su razón última de vivir. Hacía más de diez años que se afincaron en una pequeña hacienda a la salida del pueblo, dedicándose a la ganadería y a algunas labores de labranza.

Cuando se impuso la dictadura, parte de sus tierras le fueron arrebatadas y más de la mitad de su ganado se lo quedó el coronel. Sin embargo, con dos vacas, unas cuantas cabras y unas pocas gallinas en el corral contiguo a la vivienda, lograba mantenerse a flote con su mujer y su hijo que aún era un infante.

(Extracto del cuento "La fructuosa" del libro Cuentos para el Alba).

Fausto Antonio Ramírez

miércoles, 23 de marzo de 2011

La historia increíble

Ceniciento Zamarramala llevaba viudo más de seis años cuando conoció, en todos los sentidos del término, a Maruja Casamayor, la hija bastarda de D. Jacinto Sandeogracias -el párroco de Villavieja de Alcaida- que sólo supo de quién era hija el día del bautizo de su primer vástago, que se llamaría como su padre y su madre: Ceniciento María Zamarramala Casamayor.

Aquel día iba a ser memorable en toda la comarca y, por muchos años sin término, de forma particular en el pueblo donde vivían los Zamarramala. Corrían entonces rumores de enfermedad en la casa de Ceniciento, incluso de muerte súbita no contrastada si no hubiera sido porque el mismísimo alcalde, acompañado del médico se personó para comprobar el estado vital y de salud de aquel hombre que desde la muerte de su mujer, en extrañas condiciones, no había vuelto a poner un pie en la calle.

Matilde Gonzaga, vecina y amiga de toda la vida de su difunta mujer -Soberbia Tiramillas-, venía haciéndose cargo de Ceniciento una vez por semana para limpiar la casa, adecentar el aseo y la cocina, fundamentalmente, y dejar algo de comida hecha para los días siguientes hasta su nueva y benevolente visita.

Aquella semana, Matilde tuvo que salir a toda prisa sin rumbo específico y hasta la fecha no se había sabido más de ella. Las malas lenguas atestiguaban, desde una imaginación poco convincente y bastante hedionda, que había sido sorprendida por algunas vecinas del pueblo contiguo, adentrándose en casa de hombres solteros para hacer esas cosas propias de animales en celo, arrastrada en sus pulsiones concupiscentes y tan prohibidas por la Iglesia.

El caso es que de Matilde sólo quedó un triste recuerdo de puta fácil del que todos gozaban hablar en petit comité, desvelando así, tácitamente, la envidia de no haber podido beneficiarse a tiempo de la lujuria que sus cuerpos blanquecinos anhelaban desorbitadamente.

Cuando el alcalde y el doctor entraron en casa de Ceniciento, la puerta estaba cerrada con llave. Por muchos intentos que hicieron de que les abriera el portón de madera, pintado de minio, porque así decía el propietario que se conservaban mejor los tablones que armaban la entrada, no se escuchó ninguna voz desde el interior que les asegurara de que había alguien dentro y de que estaba vivo.

Con mayor insistencia, el alcalde gritó más fuerte por ver si su voz aterciopelada, y para muchos en el pueblo excesivamente femenina, al igual que todas sus maneras y algún que otro rumor jamás comprobado de que por un efebo era capaz de todo, podía arrancar alguna señal que diera pie a pensar de la presencia de Ceniciento. Nada, silencio de muerte y quietud siniestra de cementerio.

Esta vez, el doctor hizo lo mismo, pero haciendo gala de su masculinidad bien administrada, reflejado en su porte hiriente hasta para los menos sensibles y, con un oscuro y grave timbre de voz mugiente que no desdecía entre los ganados de toros y vacas que se sacaban a pastar por los prados de la zona, alzó de nuevo la voz esperando una respuesta más esperanzadora. Tampoco se oyó señal alguna de que Ceniciento permaneciese en el interior de su humilde morada. Ciertamente que humilde sí que lo era, hasta que se casó con Maruja Casamayor que se dejó la vida y algo más, en adecentar esa casucha que disponía de un pedazo de terreno por la parte de atrás y algo por delante, a modo de porche, para tomar el fresco en las calurosas noches de agosto.

(Extracto del cuento "La historia increíble" del libro Cuentos para el Alba).





Fausto Antonio Ramírez

martes, 22 de marzo de 2011

Los orígenes de Ismael

La adolescencia fue la época más convulsa de mi vida. Como todos los chicos de mi edad, mis únicos pensamientos se dirigían al sexo, empujado instintivamente por un ansia irreprimible de aparearme, como culmen de una excitada y lujuriosa forma de ver la vida, de la que no era capaz de desasirme voluntariamente.

No sabía lo que era el amor, a no ser por las demostraciones explícitas de mi madre y algún que otro afecto, —pero sólo de higos a brevas—, que le arrancaba a mi padre, por lo pesado que me ponía cuando estaba junto a él. De igual modo, en los albores de la pubertad, nunca sentí la necesidad ni las ganas de amar a ninguna chica.

Lo único que me importaba, y por lo que entonces hubiera dado la vida, era por yacer junto a alguna de aquellas hembras excitadas que no tenían ningún tipo de pudor en insinuar, bajo su ropa, la voluptuosidad de sus pechos y curvas que ya empezaban a tomar las formas redondeadas y turgentes de las mujeres adultas.

Aquel espectáculo para los sentidos, aderezado con un despliegue alocado y sin control de testosterona, me hacía babear como a un estúpido, yendo tras ellas como un animal primario con deseos de saciar los impulsos que enajenaban mi voluntad y cualquier otro sentimiento noble con el que hubiera preferido hacer gala ante la presencia femenina.

El primer rechazo, hiriente y falto de toda misericordia, marcó un antes y un después en mi forma de entender a las mujeres y de relacionarme con ellas. Entonces, me prometí a mí mismo que ya no cedería nunca más a las cadenas del placer por el placer, desgajado de todo sentimiento amoroso y cariñoso, más cercano a lo que yo entendía que debía ser una amistad duradera, sincera, y en verdad.

Realmente, no me creía uno de esos tipos que tienen un extraordinario sex apple capaz de hacer temblar a cualquier mujer que se le cruce por delante. En otras palabras, me consideraba un chico normal, de los del montón, pero quizás con mejor corazón que otros muchos de esos tíos que van por ahí seduciendo y exhibiendo musculatura, creyéndose los amos del mundo.

Sabía de sobra que lo que “Natura non dat, Salamanca non prestat”, y por mucho ejercicio o gimnasio al que pretendiera apuntarme, había cosas que no se cambiaban, por eso decidí asumirlo desde un principio, antes que seguir esperando la transformación que nunca llegaría.

Mi nombre es Ismael Bernaldo de Quirós y procedo de una noble familia, de abolengo y cuna, que mi padre lleva con orgullo, como si fuera el último descendiente de la pata del Cid. Tenemos un título familiar que procede de no sé qué siglo, y cuyo heredero es mi padre que, tras su muerte debería pasar a mí, que soy su único descendiente.

Él es duque de Marossa, y si la historia no me engaña, mis ascendientes proceden de Italia, pero yo nunca he estado allí. Alguna vez debería ir a conocer la cuna de mis antepasados, más por darle gusto a mi padre que por otra cosa, aunque en realidad, a mí estas cosas no me inspiran la menor devoción. Quizás sea mi madre la que más presuma de honores y apellidos, pero por darle en las narices a sus amistades de toda la vida que siempre han sufrido de envidia por haberse casado con un duque.

Mi decisión de mantenerme en castidad no se acoplaba del todo a la forma de pensar de mi padre, ya que lo que yo viví en el seno de mi casa, estaba muy lejos de mis principios de limpieza de espíritu sobre los que pretendía construir mi vida, tras los primeros y repetidos fracasos por hacerle el amor a una chica en mi adolescencia.

En aquel entonces, imaginaba que si las necesidades, tanto en los varones como en las mujeres, por retozar sobre un mismo lecho, nos eran comunes, no tendría problema alguno en hacerlo con la primera que se pusiera a tiro con la misma intención.

Sin embargo, la experiencia del rechazo, y la humillación del fracaso, acompañados de la frustración por no haber podido dar rienda suelta al deseo de alcanzar el clímax, me llevaron a encerrarme en mí mismo, cultivando un espíritu fuerte y espartano.

(Del primer capítulo de la novela "Después de todo, la eternidad)



Fausto Antonio Ramírez