jueves, 28 de abril de 2011

La historia increíble

Las plañideras de Villavieja y unas cuantas más que vinieron de los pueblos vecinos acompañaron en todo momento con jipíos y desgarros guturales un terrible tránsito que dejaba a toda la vecindad sin resuello ni explicación ante su misteriosa desaparición.

En su tumba colocaron una lápida que fue tallada a toda prisa por Carmelo Ruzafa y que por mismísimo encargo del alcalde y dictado del señor cura, grabó la siguiente inscripción sacada del primer Isaías: "Oír, oiréis, pero no entenderéis; mirar, miraréis, pero no veréis. Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y sus ojos han cerrado".

La ceremonia del entierro se celebró entre sollozos disimulados y lágrimas de cocodrilo, que con una exagerada puesta en escena, propia de la mejor tragedia griega, las mujeres del pueblo, alentadas por aquellas plañideras mercenarias, dieron el mejor espectáculo que hasta el momento jamás se había visto en Villavieja de Alcaida, si no se tenía en cuenta el drama lapidario a la que años atrás fue expuesta la madre de Maruja Casamayor cuando se supo de su alumbramiento a escondidas, fruto de la relación mantenida con el todavía párroco del pueblo, quien supo disculparse acusando a su barragana de ser el mismísimo diablo tentador que so capa de cordero inocente supo arrancarle de sus piadosos votos de castidad perpetua.

Nadie podía dar crédito a lo inusual de aquel entierro que, tras una fingida pátina de lobreguez y amargura, despidió a su convecino sin prueba alguna concluyente en torno a su desaparición.

A partir de entonces los rumores sobre su vida empezaron a correr de boca en boca como fuego que se junta con la estopa. El ingenio para unos, y el diablo que sopla para otros, fueron argumentos de fuerza mayor para inventar una historia increíble acerca de su vida, su muerte y, en algunas mentes, sobre su actual paradero.

(Extracto del cuento "La historia increíble", del libro Cuentos para el Alba).

Fausto Antonio Ramírez

miércoles, 20 de abril de 2011

Cuando Dios se calla







El camino de la fe atraviesa con frecuencia períodos de prueba durísimos de los que siempre se sale fortalecido y transformado, algo así a como le ocurrió a Jacob la noche que luchó con el ángel de Dios a orillas del Yabboq.

A Dios, todo hombre tiene el derecho de reclamarle una palabra de consuelo, una palabra personal que sea capaz de sostener la actividad y la vida de fe de cualquier creyente, especialmente en los momentos más duros de la vida, cuando la tentación del abandono ronda como una espina punzante el corazón del orante y se empieza a perder el sentido de vivir la exigencia del Evangelio.

Durante la oscuridad del silencio de Dios, el creyente se mantiene a la espera, atento siempre a una palabra que no parece querer hacerse elocuente. Ni se percibe, ni se siente el calor de la cercanía de Dios por el que se ha dejado todo para seguirle sin condiciones.

Que Dios se calle parece algo insensato y hasta cruel por su parte, pero cuando a pesar de su ausencia uno se mantiene fiel en la oración, al final el orante llega a percibir esa palabra tan anhelada dirigida a él personalmente y acompañada de un exquisito consuelo como premio a la fidelidad durante la prueba purificadora.

Entonces se tiene la confirmación de que esa palabra procede de Dios, porque viene acompañada de una profunda paz interior, de mucho consuelo y alegría serena que son los signos del Espíritu con los que se le regala al creyente la aseveración de que el silencio era querido por Dios, en la espera de la total purificación y transformación del hombre que buscaba su rostro glorioso.

Se trata de una lucha espiritual que enfrenta al hombre con el Misterio de Dios. En el camino de la oración no faltan ni los obstáculos exteriores, ni las dificultades interiores, pero el verdadero orante no se desanima nunca. Por eso, la oración es como un camino que adquiere muchas veces la fisonomía de una verdadera lucha.

Se trata de un combate misterioso pero fecundo, porque la confianza en el amor de Dios es la raíz más profunda de la experiencia de la oración. La lucha del orante encierra muchas cosas al mismo tiempo, pero ante todo es la expresión simbólica de una Presencia que se percibe en la oscuridad.

La oración es el lugar en el que la fe asume esta contradicción. El Dios que habla es también el Dios que se calla. La oración consiste en escuchar lo que Dios nos dice en su silencio. En esta terrible lucha, la palabra vendrá sólo al final, después de una larga noche.

Dios no se revela necesariamente en la elocuencia, sino que ordinariamente se hace presente en un silencio que es percibido en lo callado del silencio de la noche de la fe. La superación de este momento, aparentemente terrible, ocurre cuando el creyente se encuentra con el Dios que salva, aunque sea a través del enfrentamiento. Es como si su silencio se volviera fecundo y necesario para la fe.

Entonces, el creyente descubre la novedad del Misterio que en ningún momento ha dejado de estar presente.

Fausto Antonio Ramírez 

martes, 12 de abril de 2011

Cuando la venganza se transforma en misericordia

A nuestro alrededor vemos personas que tienen comportamientos extraños, un modo de vida que objetivamente está fuera de las normas comunes: una vecina que se prostituye, un primo que acaba de ingresar en prisión, o un hijo que se droga.

En estos casos, tenemos en seguida la impresión de que toda la vida, toda la historia de la persona se resume en lo que no nos gusta de ella. Ya deja de ser un familiar, o un primo, o nuestro padre, para ser “aquel que está en la cárcel”. A la menor ocasión, ante el mínimo conflicto ya sabemos la reacción de la gente: “de ese, qué se podía esperar”.

Existen otras situaciones, más corrientes, en las que reaccionamos de la misma manera. Eso ocurre cuando podemos reprender a alguien por algún aspecto de su conducta. “Ese bebe más de la cuenta, aquel está divorciado, aquellos dos son homosexuales y viven juntos…”. Los que han pasado por estas pruebas, saben bien que en pocos días se pueden perder a los amigos, que las invitaciones se anulan, y se instala el vacío alrededor de nosotros.

Todo esto se fundamenta en los mismos mecanismos: creemos conocer a las personas cuando las hemos podido encasillar en lo que han hecho o en lo que hacen. Y sin embargo, ¿qué sabemos nosotros de lo que han hecho? ¿Qué sabemos del porqué de su comportamiento? ¿Qué podemos imaginarnos de los sufrimientos por los que han tenido que pasar?

Cuando se comete una falta, se pueden experimentar dos clases de sentimientos que no debemos confundir: la vergüenza y la culpabilidad.

La culpabilidad es el sentimiento por haber cometido una falta moral, por haber actuado "fuera de la ley" moral. Uno se siente culpable de haber hecho lo que no se puede hacer. La culpabilidad exige una referencia a otro, diferente de uno mismo, pero sobre todo, a la ley moral: la referencia de lo que está bien o está mal. Uno se siente culpable ante las expectativas de los demás, o por no haber sabido hacer lo que ellos esperaban de nosotros.

La culpabilidad se sitúa pues a un nivel moral, pero la vergüenza a un nivel menos elevado. La culpabilidad exige una referencia a la ley, a lo que está bien o está mal para todo el mundo; la vergüenza se construye sobre lo que yo considero como un bien para mí, o como un mal para mí o para mi imagen. La culpabilidad es cosa del otro; la vergüenza sólo me concierne a mí.

La misericordia nos lleva a hacernos, casi físicamente cargo del corazón del prójimo. Se trata de compartir la alegría y la felicidad, para sentir con el otro su dolor y su sufrimiento. Éste es el camino para el perdón, ésta es la única puerta hacia el amor.

Existen situaciones en las que hablar de perdón parece extraño: ¿Cómo se puede perdonar a aquel que acaba de cometer un crimen? ¿Cómo se puede perdonar al cónyuge que acaba de romper su compromiso de fidelidad?

Cuando alguien comete una falta que nos hace sufrir, no estamos dispuestos a perdonarle y consideramos una traición cualquier propuesta de comprensión. En esos momentos uno tiene ganas de decir: “no quiero saber nada de él”. Intentar comprender sería acercarse a aquel que me ha hecho daño, sería como empezar de nuevo.


Fausto Antonio Ramírez

lunes, 4 de abril de 2011

Enfance




No son los hijos de los hombres

No son los hijos de los hombres,
los que silencian tus salidas.
No son los hijos que no tuvimos,
los que olvidan tu partida.

No son las palabras entredichas,
las que ahogan tus pensamientos.
No son los gritos enmudecidos,
los que acallan tu entendimiento.

No son las noches negras,
las que atormentan tus ilusiones.
No son los huecos oscurecidos,
los que recogen tus pretensiones.

No son las dagas afiladas,
las que te cortan el aliento.
No son mis miradas encendidas,
las que revientan tus movimientos.

Son las lágrimas derramadas,
al amparo de tu suerte,
las que limpian tus tristezas,
que por amor,
a mí me matan, lentamente.

Fausto Antonio Ramírez