miércoles, 20 de abril de 2011

Cuando Dios se calla







El camino de la fe atraviesa con frecuencia períodos de prueba durísimos de los que siempre se sale fortalecido y transformado, algo así a como le ocurrió a Jacob la noche que luchó con el ángel de Dios a orillas del Yabboq.

A Dios, todo hombre tiene el derecho de reclamarle una palabra de consuelo, una palabra personal que sea capaz de sostener la actividad y la vida de fe de cualquier creyente, especialmente en los momentos más duros de la vida, cuando la tentación del abandono ronda como una espina punzante el corazón del orante y se empieza a perder el sentido de vivir la exigencia del Evangelio.

Durante la oscuridad del silencio de Dios, el creyente se mantiene a la espera, atento siempre a una palabra que no parece querer hacerse elocuente. Ni se percibe, ni se siente el calor de la cercanía de Dios por el que se ha dejado todo para seguirle sin condiciones.

Que Dios se calle parece algo insensato y hasta cruel por su parte, pero cuando a pesar de su ausencia uno se mantiene fiel en la oración, al final el orante llega a percibir esa palabra tan anhelada dirigida a él personalmente y acompañada de un exquisito consuelo como premio a la fidelidad durante la prueba purificadora.

Entonces se tiene la confirmación de que esa palabra procede de Dios, porque viene acompañada de una profunda paz interior, de mucho consuelo y alegría serena que son los signos del Espíritu con los que se le regala al creyente la aseveración de que el silencio era querido por Dios, en la espera de la total purificación y transformación del hombre que buscaba su rostro glorioso.

Se trata de una lucha espiritual que enfrenta al hombre con el Misterio de Dios. En el camino de la oración no faltan ni los obstáculos exteriores, ni las dificultades interiores, pero el verdadero orante no se desanima nunca. Por eso, la oración es como un camino que adquiere muchas veces la fisonomía de una verdadera lucha.

Se trata de un combate misterioso pero fecundo, porque la confianza en el amor de Dios es la raíz más profunda de la experiencia de la oración. La lucha del orante encierra muchas cosas al mismo tiempo, pero ante todo es la expresión simbólica de una Presencia que se percibe en la oscuridad.

La oración es el lugar en el que la fe asume esta contradicción. El Dios que habla es también el Dios que se calla. La oración consiste en escuchar lo que Dios nos dice en su silencio. En esta terrible lucha, la palabra vendrá sólo al final, después de una larga noche.

Dios no se revela necesariamente en la elocuencia, sino que ordinariamente se hace presente en un silencio que es percibido en lo callado del silencio de la noche de la fe. La superación de este momento, aparentemente terrible, ocurre cuando el creyente se encuentra con el Dios que salva, aunque sea a través del enfrentamiento. Es como si su silencio se volviera fecundo y necesario para la fe.

Entonces, el creyente descubre la novedad del Misterio que en ningún momento ha dejado de estar presente.

Fausto Antonio Ramírez 

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