martes, 12 de abril de 2011

Cuando la venganza se transforma en misericordia

A nuestro alrededor vemos personas que tienen comportamientos extraños, un modo de vida que objetivamente está fuera de las normas comunes: una vecina que se prostituye, un primo que acaba de ingresar en prisión, o un hijo que se droga.

En estos casos, tenemos en seguida la impresión de que toda la vida, toda la historia de la persona se resume en lo que no nos gusta de ella. Ya deja de ser un familiar, o un primo, o nuestro padre, para ser “aquel que está en la cárcel”. A la menor ocasión, ante el mínimo conflicto ya sabemos la reacción de la gente: “de ese, qué se podía esperar”.

Existen otras situaciones, más corrientes, en las que reaccionamos de la misma manera. Eso ocurre cuando podemos reprender a alguien por algún aspecto de su conducta. “Ese bebe más de la cuenta, aquel está divorciado, aquellos dos son homosexuales y viven juntos…”. Los que han pasado por estas pruebas, saben bien que en pocos días se pueden perder a los amigos, que las invitaciones se anulan, y se instala el vacío alrededor de nosotros.

Todo esto se fundamenta en los mismos mecanismos: creemos conocer a las personas cuando las hemos podido encasillar en lo que han hecho o en lo que hacen. Y sin embargo, ¿qué sabemos nosotros de lo que han hecho? ¿Qué sabemos del porqué de su comportamiento? ¿Qué podemos imaginarnos de los sufrimientos por los que han tenido que pasar?

Cuando se comete una falta, se pueden experimentar dos clases de sentimientos que no debemos confundir: la vergüenza y la culpabilidad.

La culpabilidad es el sentimiento por haber cometido una falta moral, por haber actuado "fuera de la ley" moral. Uno se siente culpable de haber hecho lo que no se puede hacer. La culpabilidad exige una referencia a otro, diferente de uno mismo, pero sobre todo, a la ley moral: la referencia de lo que está bien o está mal. Uno se siente culpable ante las expectativas de los demás, o por no haber sabido hacer lo que ellos esperaban de nosotros.

La culpabilidad se sitúa pues a un nivel moral, pero la vergüenza a un nivel menos elevado. La culpabilidad exige una referencia a la ley, a lo que está bien o está mal para todo el mundo; la vergüenza se construye sobre lo que yo considero como un bien para mí, o como un mal para mí o para mi imagen. La culpabilidad es cosa del otro; la vergüenza sólo me concierne a mí.

La misericordia nos lleva a hacernos, casi físicamente cargo del corazón del prójimo. Se trata de compartir la alegría y la felicidad, para sentir con el otro su dolor y su sufrimiento. Éste es el camino para el perdón, ésta es la única puerta hacia el amor.

Existen situaciones en las que hablar de perdón parece extraño: ¿Cómo se puede perdonar a aquel que acaba de cometer un crimen? ¿Cómo se puede perdonar al cónyuge que acaba de romper su compromiso de fidelidad?

Cuando alguien comete una falta que nos hace sufrir, no estamos dispuestos a perdonarle y consideramos una traición cualquier propuesta de comprensión. En esos momentos uno tiene ganas de decir: “no quiero saber nada de él”. Intentar comprender sería acercarse a aquel que me ha hecho daño, sería como empezar de nuevo.


Fausto Antonio Ramírez

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