martes, 22 de marzo de 2011

Los orígenes de Ismael

La adolescencia fue la época más convulsa de mi vida. Como todos los chicos de mi edad, mis únicos pensamientos se dirigían al sexo, empujado instintivamente por un ansia irreprimible de aparearme, como culmen de una excitada y lujuriosa forma de ver la vida, de la que no era capaz de desasirme voluntariamente.

No sabía lo que era el amor, a no ser por las demostraciones explícitas de mi madre y algún que otro afecto, —pero sólo de higos a brevas—, que le arrancaba a mi padre, por lo pesado que me ponía cuando estaba junto a él. De igual modo, en los albores de la pubertad, nunca sentí la necesidad ni las ganas de amar a ninguna chica.

Lo único que me importaba, y por lo que entonces hubiera dado la vida, era por yacer junto a alguna de aquellas hembras excitadas que no tenían ningún tipo de pudor en insinuar, bajo su ropa, la voluptuosidad de sus pechos y curvas que ya empezaban a tomar las formas redondeadas y turgentes de las mujeres adultas.

Aquel espectáculo para los sentidos, aderezado con un despliegue alocado y sin control de testosterona, me hacía babear como a un estúpido, yendo tras ellas como un animal primario con deseos de saciar los impulsos que enajenaban mi voluntad y cualquier otro sentimiento noble con el que hubiera preferido hacer gala ante la presencia femenina.

El primer rechazo, hiriente y falto de toda misericordia, marcó un antes y un después en mi forma de entender a las mujeres y de relacionarme con ellas. Entonces, me prometí a mí mismo que ya no cedería nunca más a las cadenas del placer por el placer, desgajado de todo sentimiento amoroso y cariñoso, más cercano a lo que yo entendía que debía ser una amistad duradera, sincera, y en verdad.

Realmente, no me creía uno de esos tipos que tienen un extraordinario sex apple capaz de hacer temblar a cualquier mujer que se le cruce por delante. En otras palabras, me consideraba un chico normal, de los del montón, pero quizás con mejor corazón que otros muchos de esos tíos que van por ahí seduciendo y exhibiendo musculatura, creyéndose los amos del mundo.

Sabía de sobra que lo que “Natura non dat, Salamanca non prestat”, y por mucho ejercicio o gimnasio al que pretendiera apuntarme, había cosas que no se cambiaban, por eso decidí asumirlo desde un principio, antes que seguir esperando la transformación que nunca llegaría.

Mi nombre es Ismael Bernaldo de Quirós y procedo de una noble familia, de abolengo y cuna, que mi padre lleva con orgullo, como si fuera el último descendiente de la pata del Cid. Tenemos un título familiar que procede de no sé qué siglo, y cuyo heredero es mi padre que, tras su muerte debería pasar a mí, que soy su único descendiente.

Él es duque de Marossa, y si la historia no me engaña, mis ascendientes proceden de Italia, pero yo nunca he estado allí. Alguna vez debería ir a conocer la cuna de mis antepasados, más por darle gusto a mi padre que por otra cosa, aunque en realidad, a mí estas cosas no me inspiran la menor devoción. Quizás sea mi madre la que más presuma de honores y apellidos, pero por darle en las narices a sus amistades de toda la vida que siempre han sufrido de envidia por haberse casado con un duque.

Mi decisión de mantenerme en castidad no se acoplaba del todo a la forma de pensar de mi padre, ya que lo que yo viví en el seno de mi casa, estaba muy lejos de mis principios de limpieza de espíritu sobre los que pretendía construir mi vida, tras los primeros y repetidos fracasos por hacerle el amor a una chica en mi adolescencia.

En aquel entonces, imaginaba que si las necesidades, tanto en los varones como en las mujeres, por retozar sobre un mismo lecho, nos eran comunes, no tendría problema alguno en hacerlo con la primera que se pusiera a tiro con la misma intención.

Sin embargo, la experiencia del rechazo, y la humillación del fracaso, acompañados de la frustración por no haber podido dar rienda suelta al deseo de alcanzar el clímax, me llevaron a encerrarme en mí mismo, cultivando un espíritu fuerte y espartano.

(Del primer capítulo de la novela "Después de todo, la eternidad)



Fausto Antonio Ramírez

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