jueves, 31 de marzo de 2011

El silencio del almendro

A mitad de la primera Aria, “La Ricordanza” de Bellini, Salvador vio cómo se abría la puerta del fondo de la sala. La luz hiriente del hall de entrada se apresuró a colarse en el silencio en el que su voz se deslizaba junto al piano. 

De pronto, la persona que avanzaba por el pasillo central, con un paso impertinente y acelerado, comenzó a cantar al unísono con él y, en algunas notas, mientras entonaba “con quel pianger che rompe la parola”, (con ese llanto que rompe la palabra), con un finísimo piano, improvisó un discanto con el que floreó la melodía principal que salía de su garganta. 

Salvador no quiso parar su interpretación, intuyendo de sobra que se trataba de Madeleine, a quien dejó por cortesía y curiosidad que innovara junto a él el hermoso soneto de Carlo Pepoli, sobre el que Bellini escribió aquella canción. Los pocos espectadores que estaban frente a él se volvieron sorprendidos por la interrupción. 

A Berenguer, que alzó la mirada de su partitura como indicándole si continuaba o no, el tenor le hizo un gesto con la mano para que prosiguiera tocando. De pronto se vio envuelto en una especie de juego infantil que le divertía mucho. 

Alguien ayudó a Mme Limoges a subir al estrado y, mientras se quitaba la gabardina que llevaba cerrada con un cinturón ancho de piel marrón, subió algo más el volumen de su voz, consiguiendo que Salvador se callara y ella terminara la melodía con aquel “morir caro” que en un casi inaudible hilo de voz, dejó que se fuera apagando, alargando la nota, sin respirar -cosa que jamás Salvador había escuchado antes-, más allá de lo que la partitura indicaba, esperando a que el piano resolviera la armonía con el acorde final en el que estaba escrita la obra. 

Como si Salvador fuera un espectro invisible, todos los que presenciaron su espectacular aparición rompieron en un generoso aplauso que terminó de hacerle sombra al tenor y concederle a ella todo el protagonismo que no le correspondía. 

Ciertamente, aquellas pocas notas de la canción fueron de una belleza extraordinaria, tanto fue así que el cantante se tuvo que sumar a la ovación que los presentes le brindaron ante una actuación verdaderamente mágica. Aquel dúo improvisado fue el detonante de una amistad, bien controvertida y convulsa, que en ningún momento les dejó indiferentes. 

Madeleine Limoges no tenía en ese momento rival alguno en la interpretación de la canción alemana y, ella lo sabía. Su arrogancia y exceso de vanidad, descargados de cualquier signo de humildad, le hacían posicionarse como una mujer fría, exigente, distante, e irritante por su celo de perfección. Sus ademanes exquisitos, no sólo en el campo de lo musical, eran bien conocidos en aquel mundo tan peculiar de la farándula. 

Maniática hasta el extremo, no se conformaba con la logística habitual que cada cantante demandaba antes de salir a escena. Su camerino debía estar a una temperatura determinada, con un piano de pared, siempre lacado en negro y de manufactura rusa. Exigía que todas las mañanas hubiera rosas blancas frescas y un pequeño frigorífico con agua mineral en abundancia. 

En el escenario se movía con una soltura fantástica, dominando el espacio como si fuera su propia casa. Desde al alumbrado, pasando por la colocación exacta del piano de cola que la iba a acompañar, hasta el lugar que debía ocupar el tenor con el que iba a cantar las piezas a dúo, todo debía estar perfectamente colocado, dejando poco o ningún margen a la opinión de otros expertos profesionales. 

Sin embargo, fuera del escenario era tan encantadora, tierna, sencilla, sin caer en la vulgaridad, y con un don de gentes embaucador. La sorpresa de Salvador ante aquella primera intervención suya, como de sopetón altanero, no parecía dejar resquicio alguno para una relación más cordial y de compañeros durante los ensayos. 

Ciertamente, en escena no cedía ni un ápice de vanagloria a nadie que compartiera con ella cualquier forma de interpretación musical. Si algo no salía conforme a lo que su voluntad de perfeccionismo le exigía, no tardaba en buscar culpables en el pianista, o el tenor acompañante, o la acústica, o incluso el mismo público. 

En cambio, si el éxito era bien merecido, no dudaba en atribuírselo a ella misma y a nadie más. No soportaba ocupar un segundo puesto ante el público, -la Prima Donna se llamaba Madeleine-, y menos aún compartir el éxito obtenido por la brillantez de su voz con alguien que hubiese cantado junto a ella y, exactamente, aquello fue lo que le sucedió a Salvador. 

       (Extracto del Primer Capítulo de la novela "El silencio del almendro). 


 Fausto Antonio Ramírez

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