Si hay algo en el ser humano que lo distingue sobremanera de cualquier otro animal, eso es la libertad: libertad de acción, libertad de expresión y libertad de pensamiento. Si se salvaguardan esos tres pilares fundamentales, el hombre es capaz de construirse a sí mismo como persona e individuo autónomo frente a la naturaleza y a cualquiera de sus semejantes.
¿Y frente a Dios? Ante Dios, la libertad adquiere su más elevado sentido, porque se define antropológicamente como el don más preciado que el Creador le ha concedido al hombre cuando lo formó a imagen suya. Sin embargo, aunque todos reivindicamos con uñas y dientes el ejercicio de estos atributos humanos, al mismo tiempo se convierten en las virtudes más molestas y criticadas por parte de los demás.
No soportamos que opinen de nosotros, no nos gusta que nos digan lo que tenemos que hacer, no aceptamos cualquier limitación que se nos imponga al ejercicio de cualquier expresión de nuestra genuina libertad.
Por otra parte, todo el mundo piensa que la libertad del individuo comienza allí donde termina la propia y personal libertad que todos tenemos derecho a ejercitar sin ataduras. Pero, qué difícil es poner esa linde. De hecho la mayoría de los problemas de la sociedad comienzan en esa sutil y delicada frontera del respeto a uno mismo y a los demás.
¿Dónde poner la separación y quién tiene la autoridad para ponerla? Seguramente, la cuestión estriba, antes de nada, en la propia libertad interior del individuo para comprenderse como un ser en sociedad. Antes de preguntarnos por el derecho a ser libre, todos deberíamos comenzar por mirar hacia dentro de nosotros mismos y percibir qué es lo que nos impide ser plenamente libres para desarrollarnos como personas, y si aguantamos lo que el espejo de las entrañas refleja de nosotros, entonces estaremos en disposición de habilitar la llama del crecimiento que luego nos lanzará a la vida compartida con los demás.
Conozco a muchas personas que no hacen más que reivindicar para sí la parcela de sus libertades como individuos y que paradójicamente son los mayores esclavos de sus propios principios y de aquellas cosas que con exagerada artificialidad han ido construyendo a lo largo de su vida.
No pueden pasar sin ver la continuación del culebrón de turno que les hace despachar la comida de mediodía en familia como un vano trámite para alimentarse. No pueden dejar de fumar, o de beber, argumentando que ellos con su vida hacen lo que les da la real gana, sin caer en la cuenta de que son sus propios vicios los que están haciendo de ellos unos esclavos encubiertos de una dictadura enfermiza.
Uno piensa que por militar en tal o cual partido algo les obliga a comulgar con ruedas de molino, porque no se pueden permitir el lujo de disentir de la disciplina de partido, y haciéndose violencia interior defienden hasta lo razonablemente insostenible en cualquier cabeza con dos dedos de frente.
La libertad interior es al final, y al principio, la garantía esencial del ejercicio sano de todas las demás libertades. Por desgracia, la falta de libertad interior es, en la mayoría de los casos, una cadena casi imperceptible que nos tiene bien sujetos por los cuatro costados y que por su manifestación tan discreta, apenas nos damos cuenta de que la llevamos amarrada al cuello como una maroma que nos impide respirar.
El temor al fracaso, la pasión cegadora por el éxito, el dolor del pasado, los conflictos de pareja, o la búsqueda a toda costa del placer, son algunos ejemplos donde la falta de libertad interior se manifiesta a diario. Quizás, si pusiéramos el mismo empeño en liberarnos de nuestras propias ataduras, como el que ponemos en expresar libremente nuestras opiniones, a costa incluso del dolor ajeno que podemos infligir, seríamos mejores hombres, más libres, conviviendo por hacer un mundo más feliz para todos.
(Extracto del libro "A vino nuevo, odres nuevos").
Fausto Antonio Ramírez
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