lunes, 28 de marzo de 2011

El dolor aísla

El dolor nos aísla del mundo, nos arrebata al exilio de la soledad y a la falta de comunicación, por ser personal e intransferible. Nadie se puede poner en el lugar del otro. El dolor se padece a solas, sin dar explicaciones que nos puedan poner en la misma tesitura experimental de los demás, por mucho que estos quieran acercarse, física o espiritualmente al que sufre.

En el dolor, el hombre se halla expuesto a sus propias fuerzas y vulnerabilidad, sin más posibilidades que luchar contra él con paliativos y entereza de corazón. Es una batalla a brazo partido con el enemigo que se persona carcomiendo la salud moral y física de la persona.

No se trata de entregarse al dolor con actitud de rendición. Pero, tampoco se trata de resistirse a él como si no fuera una realidad estructural de la condición humana. El dolor tiene un límite, un umbral más allá del cual ya no se puede sufrir más. Los grados del dolor son mensurables, y cuando se ha alcanzado su punto más álgido, de ahí no se pasa.

Ciertamente, el dolor es muy fuerte, pero limitado a los niveles que cada uno puede ofrecer de resistencia. Conocer esto, facilita la asunción de su incómoda estancia en la humanidad de cada cual. Al dolor, así entendido, se le puede convertir en el huésped impertinente y caprichoso, que entra cuando quiere y se marcha cuando menos se lo espera uno.

El dolor no se puede hacer el dueño y señor del centro de la vida del hombre. Aunque intente monopolizarlo por entero, procurando aislarlo del mundo y de los demás, la serenidad que provoca la soledad interior del que lo padece, puede ayudar a colocarlo en su sitio, sin otorgarle ni un ápice de más, del lugar que le corresponde desde su transgresión.

La mal comprendida resignación cristiana ha querido presentarlo como la mediación para alcanzar la virtud. Sin embargo, como la propia palabra dice, Re-Signar es darle otro significado diferente a como su manifestación pretende imponer. La nueva significación del dolor pasa por la comprensión de su limitación, por muy dañina que esta sea.

El dolor tiene un comienzo y un fin, al igual que tiene un límite de intensidad, más allá del cual ya no puede hacer más daño. Al dolor se le puede acoger, aprender a convivir con él, y por último escapar de él. Mientras dura su estancia, el silencio de los demás es obligado.

No se puede sufrir en el lugar del otro, por eso es mejor callar que aturdir con consuelos imposibles lo que no se puede compartir desde fuera. El respeto de aquellos que han sido seccionados temporalmente por algún tipo de sufrimiento, debe ser la actitud del que entiende que la soledad del doliente es una mediación necesaria para superar la prueba del crisol.

Pero, por otro lado, procurar tender puentes con el mundo y los demás, impidiendo que el ostracismo impuesto se apodere del espíritu y de la inteligencia del que sufre, es una buena medicina para no perder el dominio de lo transitorio, aunque aparentemente parezca que se ha convertido en la loca de la casa, y que jamás habrá término para tanta desdicha.

(Extracto de la novela "Después de todo, la eternidad").


Fausto Antonio Ramírez

No hay comentarios:

Publicar un comentario