Ceniciento Zamarramala llevaba viudo más de seis años cuando conoció, en todos los sentidos del término, a Maruja Casamayor, la hija bastarda de D. Jacinto Sandeogracias -el párroco de Villavieja de Alcaida- que sólo supo de quién era hija el día del bautizo de su primer vástago, que se llamaría como su padre y su madre: Ceniciento María Zamarramala Casamayor.
Aquel día iba a ser memorable en toda la comarca y, por muchos años sin término, de forma particular en el pueblo donde vivían los Zamarramala. Corrían entonces rumores de enfermedad en la casa de Ceniciento, incluso de muerte súbita no contrastada si no hubiera sido porque el mismísimo alcalde, acompañado del médico se personó para comprobar el estado vital y de salud de aquel hombre que desde la muerte de su mujer, en extrañas condiciones, no había vuelto a poner un pie en la calle.
Matilde Gonzaga, vecina y amiga de toda la vida de su difunta mujer -Soberbia Tiramillas-, venía haciéndose cargo de Ceniciento una vez por semana para limpiar la casa, adecentar el aseo y la cocina, fundamentalmente, y dejar algo de comida hecha para los días siguientes hasta su nueva y benevolente visita.
Aquella semana, Matilde tuvo que salir a toda prisa sin rumbo específico y hasta la fecha no se había sabido más de ella. Las malas lenguas atestiguaban, desde una imaginación poco convincente y bastante hedionda, que había sido sorprendida por algunas vecinas del pueblo contiguo, adentrándose en casa de hombres solteros para hacer esas cosas propias de animales en celo, arrastrada en sus pulsiones concupiscentes y tan prohibidas por la Iglesia.
El caso es que de Matilde sólo quedó un triste recuerdo de puta fácil del que todos gozaban hablar en petit comité, desvelando así, tácitamente, la envidia de no haber podido beneficiarse a tiempo de la lujuria que sus cuerpos blanquecinos anhelaban desorbitadamente.
Cuando el alcalde y el doctor entraron en casa de Ceniciento, la puerta estaba cerrada con llave. Por muchos intentos que hicieron de que les abriera el portón de madera, pintado de minio, porque así decía el propietario que se conservaban mejor los tablones que armaban la entrada, no se escuchó ninguna voz desde el interior que les asegurara de que había alguien dentro y de que estaba vivo.
Con mayor insistencia, el alcalde gritó más fuerte por ver si su voz aterciopelada, y para muchos en el pueblo excesivamente femenina, al igual que todas sus maneras y algún que otro rumor jamás comprobado de que por un efebo era capaz de todo, podía arrancar alguna señal que diera pie a pensar de la presencia de Ceniciento. Nada, silencio de muerte y quietud siniestra de cementerio.
Esta vez, el doctor hizo lo mismo, pero haciendo gala de su masculinidad bien administrada, reflejado en su porte hiriente hasta para los menos sensibles y, con un oscuro y grave timbre de voz mugiente que no desdecía entre los ganados de toros y vacas que se sacaban a pastar por los prados de la zona, alzó de nuevo la voz esperando una respuesta más esperanzadora. Tampoco se oyó señal alguna de que Ceniciento permaneciese en el interior de su humilde morada. Ciertamente que humilde sí que lo era, hasta que se casó con Maruja Casamayor que se dejó la vida y algo más, en adecentar esa casucha que disponía de un pedazo de terreno por la parte de atrás y algo por delante, a modo de porche, para tomar el fresco en las calurosas noches de agosto.
(Extracto del cuento "La historia increíble" del libro Cuentos para el Alba).
Fausto Antonio Ramírez
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