Hace ya un tiempo que me vengo fijando en las noticias que dan los medios de comunicación sobre los hallazgos de cadáveres de personas mayores -viejos, diría yo, que no es una palabra que me repugne como dice un sector amplio de la sociedad que pretende esconder esta realidad natural, como si no formara parte de la misma vida- y cuyos indicios señalan que han muerto en la más absoluta y despreciables de las soledades.
Los hijos no se hablan con sus padres, los padres no se hablan con sus hijos, los hermanos no se hablan entre ellos, y el dolor que se va originando en el corazón de las personas termina por hacer de ellos unos seres individualistas, reservados y amantes del ostracismo hasta límites insospechados.
Las rarezas de los viejos se manifiesta muy a menudo en la falta de comunicación con sus propios vecinos de piso, o del bloque en el que viven. La gente no sabe si quiera quién vive en el cuarto o en el sexto, y las reuniones de comunidad se convierten en pequeñas tertulias para unos pocos interesados en que la cuota mensual no suba más de la cuenta.
Pero, en esos espacios -donde no sólo se deberían tratar los asuntos económicos y de logística, o la conveniencia de instalar el riego automático en los jardines, o contratar más días a la mujer que limpia las escaleras, o fijar la hora más apropiada para depositar la basura en los contenedores que el Ayuntamiento, tan amablemente, ha colocado a las puertas del portal de la casa para el reciclaje de los desperdicios orgánicos y de los que no lo son-, jamás se plantean los temas relacionados con la calidad de vida de los vecinos que comparten unas mismas instalaciones, ni de cuáles son sus necesidades para hacerles la vida más fácil y agradable.
Después vienen las sorpresas, y la policía entra en la vivienda del tercero “B” porque el olor que se desprende por el patio interior es insufrible.
—“La verdad es que hacía ya varias semanas que no veía a la señora de enfrente”, —comenta la vecina del tercero “A” con la que jamás intercambió una sola palabra desde que se mudó al apartamento, salvo el día en que le dijo que cuando friera pescado, hiciera el favor de cerrar la ventana del patio porque los olores se le colaban en el salón.
La policía pregunta al resto de los vecinos por si alguien puede darle algún detalle más sobre la fallecida. Nadie es capaz de decir algo con fundamento, sino que alguna vez habían coincidido con ella en el ascensor, pero que la única palabra que entonces intercambiaron fue un “buenos días y un hasta luego”.
Nadie conocía su nombre de pila, salvo el cartero que cuando llegaba algún paquete pesado de Galicia, donde viven sus tres hijos casados, se lo subía para que no tuviera que cargar con él.
—“¿Y los hijos, solían venir a verla?” —pregunta el policía encargado de hacer el levantamiento del cadáver que lleva más de tres semanas descomponiéndose sobre la alfombra de la salita de estar.
—“Creo que en Nochebuena solían venir todos por aquí, pero para el día de Navidad volvían a desaparecer todos sin dejar rastro hasta el año siguiente”, —responde la mujer del portero que es la única de todo el edificio que trae y lleva los chismes de la comunidad, pero no por interés solidario, sino por puro cotilleo porque con su marido se aburre en casa.
Después de un rato de pesquisas, el policía encargado de la investigación confirma que la señora María, -como así la conocían en la parroquia- era de comunión diaria y no faltaba ni un solo día para el rezo del rosario. Sin embargo, desde hace tres semanas, cuando su vida se fue con toda la discreción del mundo, sin hacer ruido y sumida en la más punzante soledad, ni el párroco, ni el equipo de acción social, ni los visitadores de enfermos del grupo de Caritas se han dignado llamarla por teléfono o acercarse a su casa para ver si le ocurría algo.
Eso sí, en ese tiempo de ausencia, el párroco no se ha olvidado de dejarle en su buzón el recibo del mes para el pago de la cuota con la que la señora María estaba inscrita para ayudar a las necesidades del templo y al mantenimiento de los sacerdotes.
Ciertamente, el gran mal de nuestro tiempo es la soledad y la falta de comunicación, y ¡qué poco dinero cuesta eso! No hace falta mucha inversión, pero eso ya parece ser que es demasiado.
Si la comunicación estuviera en venta y diera dividendos a finales de año, el problema de la soledad de los mayores estaría solucionado. Propongo ponerle un precio al amor y a todos los demás sentimientos, quizás entonces las cosas serían de otra manera en este mundo que nos hemos montado donde todo tiene un precio y el tiempo no se puede perder en nada que no reporte beneficios.
(Del libro "A vino nuevo, odres nuevos").
Fausto Antonio Ramírez
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